lunes, 7 de julio de 2014

"Elogio de la traducción", por Raúl Dorra



Amigos:

Nos comparte Dominique Bertolotti el siguiente artículo de Raúl Dorra, publicado el pasado 30 de junio en el número 159 de Crítica, que es la revista cultural de la Universidad Autónoma de Puebla. Pueden descargar el pdf de la revista en este enlace (el artículo está en pp. 90-112), o bien leerla en su formato de blog en este otro enlace. Saludos,

Lucrecia



Elogio de la traducción
Raul Dorra

Tomado de: http://revistacritica.com/contenidos-impresos/ensayo-literario/elogio-de-la-traduccion-por-raul-dorra

1. LA TRADUCCIÓN CONVERSADA

Aunque mi expe­ri­en­cia efec­tiva como tra­duc­tor es más bien breve (ensayos y poe­mas casi siem­pre del francés, estos últi­mos bus­ca­dos y tra­ba­ja­dos como quien busca y tra­baja su pro­pio gusto), nunca han dejado de intere­sarme los arduos prob­le­mas referi­dos a esta activi­dad que está en el ori­gen y en el desar­rollo de la cul­tura, o las cul­turas. Obser­vada la tra­duc­ción en un sen­tido gen­eral, podría decirse que toda cul­tura es impens­able sin ella puesto que una cul­tura, aun la más con­ser­vadora, es, nece­sari­a­mente, un pro­ceso de inter­cam­bios, un devenir sin final­i­dad preestable­cida que adquiere direc­ción en su pro­pio movimiento, mejor dicho, en su pro­pio tempo. El tempo, en efecto, de dicho pro­ceso puede ir de la extrema lenti­tud propia de las cul­turas lla­madas prim­i­ti­vas, o frías, a la extrema acel­eración tan propia de la cul­tura actual, acel­eración a la que trata­mos de adap­tarnos o a la que trata­mos de evi­tar, sin dejar de sen­tir, por el esfuerzo que nos cuesta una opción o la otra, que vivi­mos en –o sobre­vivi­mos a– una cul­tura del exceso. Todo inter­cam­bio implica de algún modo una tra­duc­ción que pone en juego bienes y val­ores, ganan­cias y pér­di­das. Acogida como una necesi­dad de sobre­viven­cia, o bus­cada con entu­si­asmo, polimór­fica, la tra­duc­ción trans­forma con lenti­tud o con dinamismo el devenir de las cul­turas, y, por su propia gravedad, tiende ince­san­te­mente a reunir­las. Pero aquí no hablare­mos de esa tra­duc­ción polimór­fica, ubicua, que cubre todos los aspec­tos de la vida social, sino de un caso de tra­duc­ción par­tic­u­lar, la tra­duc­ción de la pal­abra, que es, al fin y al cabo, lo que enten­demos de inmedi­ato cuando hablamos de tra­duc­ción.

Mi expe­ri­en­cia efec­tiva como tra­duc­tor es breve, ya lo dije, y siem­pre feliz, acaso porque no es una pro­fe­sión sino una opor­tu­nidad que me doy para cono­cer sobre todo la lengua que hablo y obser­var el grado de prox­im­i­dad o lejanía que mantiene con otras. Pero den­tro de esta breve expe­ri­en­cia hay una a la que quiero referirme espe­cial­mente, acaso porque fue la más gozosa y alec­cionadora, la que me dio opor­tu­nidad de demor­arme más en los detalles de esta labor y en con­se­cuen­cia med­i­tar más exhaus­ti­va­mente sobre pequeñas y deci­si­vas cosas, puesto que, más que una med­itación, se trató de una diál­ogo sostenido por varias voces.

Hacia fines de 2003, y por ini­cia­tiva de Elena Bossi, reunidos algunos ami­gos en Cór­doba, decidi­mos empren­der la aven­tura de for­mar un equipo con el propósito de tra­ducir a un grupo de poetas ital­ianos, poetas poco cono­ci­dos a los cuales se había referido Anto­nio Melis en unas clases de la Maestría en Traduzione Let­ter­aria que habían pres­en­ci­ado la propia Elena y Jorge Accame en la Uni­ver­si­dad de Siena. Aunque no sabíamos de qué modo nos orga­ni­zaríamos para tra­ba­jar, la ini­cia­tiva tuvo una respuesta favor­able así como un desar­rollo entu­si­asta, y ella desem­bocó en un libro tit­u­lado escue­ta­mente: 5 poetas ital­ianos, y sub­ti­t­u­lado más sabrosa­mente: tra­duc­ción y con­ver­sa­ciones. Tal libro fue pub­li­cado por Alción en 2005.

Para reunirnos en ese libro, primero decidi­mos reunirnos en un grupo cuyos inte­grantes (Jorge Accame, María Teresa Andruetto, Sil­via Barei, Elena Bossi, Guiller­mina Casasco, Edwin Conta, Raúl Dorra y Gigli­ola Zecchin) tenían, tienen, sus domi­cil­ios en difer­entes ciu­dades (Jujuy, Cór­doba, Buenos Aires, Puebla), de modo que el diál­ogo no sería de boca a oreja sino de com­puta­dora a com­puta­dora para dar cuenta de poe­mas escritos por Ste­fano Dal Bianco, Alessan­dro Fo, Attilio Lolini, Nicola Mus­chi­tiello y Mario Spec­chio.

El caso es que la tarea que nos pro­pusi­mos lle­var a cabo se desar­rolló pre­si­dida por la atrac­ción de algo que no sabíamos a dónde nos iba a con­ducir, por el amor a la poesía, desde luego, y tam­bién a las licen­cias poéti­cas: la ocur­ren­cia insólita, el buen humor, el gusto por preferir el camino menos prác­tico y menos económico. Así, coor­di­na­dos por Elena Bossi y arma­dos de máquinas dis­parado­ras de correos elec­tróni­cos, cada uno en su lugar, emprendi­mos esa trav­esía. Con­siderando el con­junto de poe­mas que queríamos tra­ducir, cada uno de nosotros eligió uno, o dos, para ini­ciar una especie de com­bate con el ángel. La idea era hacer, cada cual, una primera ver­sión en castel­lano del poema elegido y girarla al resto del grupo para recoger opin­iones, críti­cas y sug­eren­cias. Debido a que, como era de esper­arse, las respues­tas hacían obser­va­ciones o pro­ponían mod­i­fi­ca­ciones con fre­cuen­cia no coin­ci­dentes, o que coin­cidían sin dejar de diferir, ello daba pie a un inter­cam­bio tan enrique­ce­dor como dis­frutable. Las vac­ila­ciones eran muchas y las cor­rec­ciones sug­eri­das pocas veces obe­decían a un cri­te­rio racional­ista o, dig­amos, sim­ple­mente gra­mat­i­cal: se trataba más bien de per­cep­ciones audi­ti­vas, de mat­ices semán­ti­cos, de gra­di­entes de sen­si­bil­i­dad o de cri­te­rios de adaptación. ¿Cómo tra­ducir, por ejem­plo, los dos últi­mos ver­sos de “Il sogno della madre” de Ste­fano Dal Bianco: restate lì, non ve ni andate / e copritela con uno scialle? ¿Usar el vos, el tú, el ust­edes? Escribir “¿cúbrela, tapala, arropadla, abríguenla? ¿Y cómo dar cuenta de scialle: chal, chalina, bufanda, o rebozo, si cada una de estas pal­abras evo­can una ima­gen y, sobre todo una sen­sación difer­ente, más aún cuando se trata de pro­te­ger el sueño de una madre? Por ejem­plo, alguien de nosotros encuen­tra que la pal­abra chal tiene un sonido abrupto y que, en cam­bio, chalina, “con sus tres sílabas”, suena como “más abri­gada y envol­vente”. Cada ver­sión era, entonces, dis­cu­tida, cor­regida, dis­cu­tida una vez más, hasta que quien se había hecho cargo del poema con­sid­er­aba que ya había ter­mi­nado de asen­tir, de negar, de explicar, de vac­ilar, y, dando por acabada la con­ver­sación, ofrecía lo que con­sid­er­aba su ver­sión defin­i­tiva.

Esas con­ver­sa­ciones fueron, no hace falta decirlo, lo más enrique­ce­dor y lo que más nos entu­si­as­maba. Pero al comienzo del libro decidi­mos pre­sen­tar un plato fuerte que no recuerdo a qué hora lo coci­namos, aunque supongo que lo hici­mos hacia el final, cuando ya nos sen­tíamos vir­tu­osos en el arte de la tra­duc­ción a ocho voces, o cuando decidi­mos dar por final­izado este, en el fondo humilde, esfuerzo. Elegi­mos para todos un mismo poema (“Pomeriggi” de Atilio Lolini) y cada uno de nosotros hizo su propia ver­sión. Humildes o no, esas tra­duc­ciones, esas con­ver­sa­ciones, aquel inter­cam­bio de pal­abras que nos aprox­imaba a lo que, sin pudor, lla­maría lo inefa­ble, fueron un apren­dizaje que ter­mi­namos de apre­ciar cuando decidi­mos poner un punto final y vimos lo que habíamos hecho: no una obra sino un obrar; un camino siem­pre abierto.

2. PROBLEMAS DE LA TRADUCCIÓN

Con­sid­er­a­dos los prob­le­mas gen­erales a los que nos aprox­ima el tema de la tra­duc­ción, la expe­ri­en­cia gru­pal que acabo de resumir se sitúa, creo, en los dos extremos del tra­bajo del tra­duc­tor: el de mayor y el de menor difi­cul­tad. La mayor difi­cul­tad la rep­re­senta el hecho de que se trata de una tra­duc­ción lit­er­aria, y sobre todo de poesía, forma dis­cur­siva que, entre otras car­ac­terís­ti­cas defin­i­to­rias, tiene la de ser aque­lla que más explota la mate­ri­al­i­dad sonora de la pal­abra (su exten­sión, la dis­posi­ción de sus sílabas y sus acen­tos, su veloci­dad, la dureza o blandura de sus con­so­nantes, la oscuri­dad o clar­i­dad de sus vocales), y en ese sen­tido podemos decir que la poesía es pro­fun­da­mente intra­ducible puesto que, de una lengua a otra, esa mate­ria se tra­baja de una man­era difer­ente. La atmós­fera creada por el sonido (acen­tos de inten­si­dad, exten­sión de las cur­vas melódi­cas, altura y duración de las vocales, trans­for­ma­ciones de la veloci­dad, rimas cuando las hay, en suma, las aven­turas del sig­nif­i­cante) son, como cualquiera sabe, más deci­si­vas para la sig­nifi­cación del poema que los pro­pios sig­nifi­ca­dos, fluc­tu­antes, de las pal­abras. Con­sid­er­a­dos estos mat­ices, se llega ráp­i­da­mente a la con­clusión de que no es posi­ble pasar el sonido de una lengua a otra, por más próx­i­mas que ambas estén, y por eso Octavio Paz llamó a sus tra­duc­ciones Ver­siones y diver­siones, enten­di­endo la pal­abra di-vertir no en el sen­tido de diver­ti­mento sino en de di-verso. Y sin embargo…

Sin embargo José Emilio Pacheco se enfrentó al tan­tas veces tra­ducido, o ver­tido, soneto “El des­dichado”, de Ger­ard de Ner­val, e hizo de él, en su libro Aprox­i­ma­ciones, una ver­sión ver­dadera­mente magis­tral en la que se dedicó a trasladar, en todo lo posi­ble, esto es, con­tra todo lo imposi­ble, el sonido del verso orig­i­nal; así, repro­dujo el metro ale­jan­drino (tan car­ac­terís­tico de la poesía francesa como el ende­casílabo en la lírica culta castel­lana e ital­iana) y recon­struyó, con una sola variación en los ter­ce­tos, el sis­tema, y aun la sonori­dad, de las rimas de modo tal que, tra­ba­jando el nivel fónico antes que el semán­tico, logró crear una preg­nante atmós­fera ner­valiana al mismo tiempo que se dejó la lib­er­tad de escribir su pro­pio soneto, un soneto, quiero decir, en el que en un impeca­ble castel­lano reúne su propia voz con la voz del poeta francés:

Yo soy el tene­broso, el viudo incon­so­lado.
A mi abol­ida torre la des­dicha me guía.
Cargo una muerta estrella y un laúd con­ste­lado.
Son estos negros soles mi aci­aga astronomía.
Bajo la áspera noche, tú que me has con­for­t­ado,
devuélveme el oleaje y el mar al que cubría;
la herida en que se ahonda mi grito des­o­lado,
el con­fín de la hiedra que a una rosa se alía.

Porque ignoro mi nom­bre deshice mis cade­nas.
El beso de la reina en la frente me ha ungido.
Si he soñado en la gruta donde arden las sirenas,
tam­bién perdí mi som­bra en el río de las penas,
mien­tras la órfica lira con­cil­i­aba en su olvido
el rumor de la vir­gen y algún canto perdido.

En esta aprox­i­mación, Pacheco tomó deci­siones osadas. Acaso las tomó porque el soneto de Ner­val, casi como ningún otro poema escrito en francés, se ha con­ver­tido en un desafío para los poetas afi­ciona­dos a tra­ducir y por lo tanto el poeta mex­i­cano con­taba con el respaldo de las otras, muchas otras, ver­siones. O acaso porque quiso lle­gar hasta un límite que le per­mi­tiera ver su pro­pio tra­bajo para juz­gar dis­tan­cias y cer­canías, ale­jamien­tos y aprox­i­ma­ciones. De una o de otra man­era esta ver­sión plantea, y a la vez da su propia respuesta a la pre­gunta de cómo tra­ducir un poema, qué es lo que se puede con­seguir, qué es lo que se debe res­ig­nar. Tra­ducir, sobre todo tra­ducir un poema, es aden­trarse en la aporía pues se trata de una imposi­bil­i­dad a la que sin embargo es imposi­ble renun­ciar. ¿Lo deplo­raremos o lo cel­e­braremos? Frente a esto se puede afir­mar que ese tan difun­dido como per­ni­cioso y final­mente impo­tente epi­grama: tradut­tore, tra­di­tore, es una broma que no oculta su ori­entación metafísica, ori­entación según la cual siem­pre habría un texto de ori­gen, un texto incon­t­a­m­i­nado que no se puede trasladar sin cor­romper y, por lo tanto, la ver­dadera tra­duc­ción, la única que, como la madre, no traiciona, sería una reit­eración sílaba a sílaba del texto orig­i­nal, un texto de lle­gada idén­tico al texto de par­tida. Pero, según nos informa Jorge Luis Borges, Pierre Menard escribió las mis­mas pal­abras que escri­biera Cer­vantes en su céle­bre nov­ela y sin embargo ter­minó con­tradi­cién­dola, no sabe­mos si a su pesar o si para enseñarle a aque­l­los epi­gramáti­cos que es imposi­ble repe­tir, o incluso leer, un texto sin mod­i­fi­carlo.

En real­i­dad, no sólo en la lit­er­atura de tradi­ción pop­u­lar sino en lo que lla­mamos lit­er­atura culta lo que ten­emos son, siem­pre, inevitable y feliz­mente, nada más que vari­antes o man­i­festa­ciones de un texto vir­tual, es decir, un texto mate­rial­mente inex­is­tente. Un poeta repro­duce y trans­forma en sus poe­mas a otros poetas que ha leído y aque­l­los que lo leen hacen otro tanto. ¿Podemos decir que el poeta de algún modo tradujo a otros que lo pre­cedieron? Bajtín advir­tió que los hablantes de cualquier lengua se mueven siem­pre entre la pal­abra ajena y la pal­abra propia, que el habla –el enun­ci­ado como pre­fiere decir él– se con­struye sobre lo escuchado; que es nece­sario, agrego yo, hacer de la expre­sión ver­bal (así como, por ejem­plo, de la ges­tual) una con­tinua nego­ciación entre lo que se repite y lo que se crea o se recrea. Por otro lado, como cada lengua tiene su his­to­ria, un texto escrito en un castel­lano sufi­cien­te­mente ale­jado de nosotros debe ser agior­nado, bien haciendo de él una ver­sión actu­al­izada, o bien direc­ta­mente leyén­dolo pero en un con­texto de tal modo difer­ente, aso­cián­dolo a escrit­uras y acon­tec­imien­tos que vinieron después de la com­posi­ción de dicho texto, que jamás lo recu­per­amos si es que no enten­demos por recu­perar el operar sobre las mis­mas pal­abras una pro­funda trans­for­ma­ción de su sentido.

Ahora bien, antes de reflex­ionar, o acaso diva­gar, sobre la tra­duc­ción en gen­eral, pero ya encam­inán­donos en esa direc­ción, me referiré a la parte blanda de nue­stro tra­bajo en equipo, es decir lo que he lla­mado hace un momento el extremo “de menor difi­cul­tad”. En real­i­dad, ya me he referido a él al hablar de nues­tra famil­iari­dad con lo que en la jerga de los tra­duc­tores se suele lla­mar la “lengua de par­tida”, en este caso el ital­iano. El ital­iano es una lengua tan próx­ima a la nues­tra que podría pen­sarse que ambas inte­gran un mismo sis­tema, o un macro-sistema junto con las otras lenguas románi­cas a las que algunos se obsti­nan en seguir vién­dolas como dialec­tos del bajo latín. En real­i­dad, lo que podría decirse con menos pre­cisión pero con más coheren­cia es que se trata de vari­antes idiomáti­cas. Por esa razón, si en vez de poe­mas ital­ianos hubiéramos tenido la osadía de inten­tar tra­ducir poe­mas escritos en lenguas más dis­tantes (el alemán, el ruso, el vas­cuence, y otras aun cuya escrit­ura no se base en la fonética, es decir, otras cuyas grafías no evo­quen sonidos o los evo­quen indi­rec­ta­mente), la empresa sin duda no habría sido tan diver­tida y lo más seguro es que hubiéramos ter­mi­nado por aban­donar, agar­rán­donos vir­tual­mente de los pelos. De modo que no basta con pen­sar que en una tra­duc­ción existe ese recor­rido de una lengua a otra sino que, en primer tér­mino, resulta nece­sario cal­cu­lar cuán largo y acci­den­tado es dicho recor­rido. Dado que actual­mente un gran vol­u­men de tra­duc­ciones recorre un camino que empieza en el inglés y otro, impor­tante aunque menos cuan­tioso, que va del por­tugués al castel­lano, lo acci­den­tado del recor­rido no parece un prob­lema demasi­ado grande. El por­tugués en su ori­gen se con­fundía con el gal­lego y, en cuanto al inglés, se trata de una lengua que, aunque en el léx­ico no haya ter­mi­nado de despren­derse de sus raíces sajonas, su sin­taxis es una sim­pli­fi­cación de las sin­taxis neo­lati­nas y su entonación tiene un reg­istro cer­cano a la entonación del español, lo cual es fácil de com­pro­bar con tanto cine o video que nos ponen ante los ojos y las ore­jas donde quiera que nos mova­mos.

En cuanto al chino, lengua a la que penosa pero acel­er­ada­mente los tra­duc­tores pro­fe­sion­ales deben dedi­carse a dom­i­nar (ya que pronto ella y sus hablante nos van a dom­i­nar a nosotros, y entonces los chi­nos ya no se esforzarán por comu­ni­carse en inglés, como lo hacen ahora, sino que impon­drán sus labo­riosos ideogra­mas), el chino, digo, tiene la doble difi­cul­tad de que su escrit­ura no está dis­eñada a par­tir de un sis­tema alfabético del tipo latino, como sí lo están el ruso, el árabe o el hebreo, aunque sus grafías sean difer­entes. El chino no posee un alfa­beto que reúna un rel­a­ti­va­mente breve número de grafías que evo­can sonidos sino que tiene como sig­nos de base un número muy alto de ideogra­mas, o sea sig­nos visuales for­ma­dos por tra­zos que sug­ieren unidades semán­ti­cas (o “ideas”). Como dice Geof­frey Samp­son en su libro Sis­temas de escrit­ura, pre­gun­tarse cuán­tos grafos –o cuán­tos ideogra­mas– tiene la escrit­ura china es algo que sim­ple­mente no puede respon­derse porque es como pre­gun­tarse cuán­tas pal­abras tiene la lengua inglesa. Un sis­tema irre­ductible­mente logográ­fico como el chino tiene una can­ti­dad de car­ac­teres prác­ti­ca­mente infinita aunque por razones con­ven­cionales se esté tratando con­tin­u­a­mente de reducir su número con la inten­ción de dejar sólo aquél­los que bas­tarían para enten­derse en la comu­ni­cación habit­ual (que son los car­ac­teres que apren­den los niños en la escuela), así como de sim­pli­ficar las líneas de su trazo. Deci­di­da­mente, un libro del tipo 5 poetas chi­nos. Tra­duc­ción y con­ver­sa­ciones no habría podido escribirse, no al menos si sus autores tuviéramos que haber sido nosotros, con esos apel­li­dos (Accame, Bossi, Andruetto, en fin). Ser tra­duc­tor del chino (y sobre todo de poetas chi­nos) es otra his­to­ria, otra empresa que nece­sita de otros ingre­di­entes, de her­ramien­tas indó­ciles y por lo mismo mucho más exi­gentes pero que al fin y al cabo ter­mi­nan por mane­jarse porque, por más difi­cul­tades que pre­sente la lengua a tra­ducir, la tra­duc­ción, si bien puede retar­darse, nunca se detendrá.

De modo que no sólo la dis­tan­cia idiomática sino la perte­nen­cia a un tipo o sis­tema de escrit­ura hace variar con­sid­er­able­mente el esfuerzo inver­tido en una tra­duc­ción y eso crea numerosos prob­le­mas que, supongo, los espe­cial­is­tas en el tema han estu­di­ado con detalle. Pero tam­bién hay que con­sid­erar (y creo que esto es lo primero en ser con­sid­er­ado) que cada texto pertenece a un género dis­cur­sivo y que cada uno de ellos tiene car­ac­terís­ti­cas que hace más o menos difi­cul­tosa su tra­duc­ción. No es lo mismo, para ir de extremo a extremo, tra­ducir un poema que una carta com­er­cial o una escrit­ura pública, pues estos dos últi­mos tipos tex­tuales siguen fór­mu­las preestable­ci­das que se repiten de un doc­u­mento a otro, lo cual facilita con­sid­er­able­mente la tarea pues se trata de avan­zar sobre frases más o menos pre­vis­i­bles. Todavía hay que agre­gar, en este panorama, que la mate­ria tratada por el texto a tra­ducir muchas veces exige una doble espe­cial­ización. Un tra­duc­tor de tex­tos filosó­fi­cos o cien­tí­fi­cos requiere tam­bién de un conocimiento de la mate­ria más o menos espe­cial­izado. En este caso, la exi­gen­cia o la difi­cul­tad serán más o menos pro­nun­ci­adas de acuerdo a quiénes vaya dirigido el texto. Si se trata de un texto escrito para un amplio espec­tro de lec­tores –un texto escrito por un cien­tí­fico no para sus cole­gas sino para un público más amplio– el conocimiento de la mate­ria por parte del tra­duc­tor puede ser, obvi­a­mente, menor o más gen­eral; pero si se trata de un texto escrito para un espec­tro restringido de lec­tores espe­cial­iza­dos, el tra­duc­tor inevitable­mente se verá oblig­ado a un conocimiento más con­sis­tente y especí­fico. La retórica antigua dis­tin­guía tres esti­los gen­erales del dis­curso o tres for­mas de con­struir un texto que, creo, se mantienen en la actu­al­i­dad, con las nece­sarias ade­cua­ciones: en primer lugar, el estilo que adopt­aba el dis­curso cuando estaba dirigido a un inter­locu­tor situ­ado por encima del hablante y dotado de mayor autori­dad (entonces, como ahora, el ejem­plo típico era el dis­curso de un abo­gado que se dirige al juez así como, en nuestro medio, la redac­ción de una tesis que ha de ser eval­u­ada por un tri­bunal); en segundo lugar, el estilo que adopt­aba un dis­curso dirigido a un inter­locu­tor situ­ado a su misma altura y dotado de la misma autori­dad, es decir a un par (un artículo, por ejem­plo, de una revista cien­tí­fica); y, en ter­cer lugar, el que adopt­aba un dis­curso dirigido a un inter­locu­tor situ­ado por debajo de su autor y al que había que ilus­trar o alec­cionar (por ejem­plo, un texto didác­tico). Estos esti­los han recibido difer­entes nom­bres que pueden sin­te­ti­zarse en alto, medio y llano, esti­los con car­ac­terís­ti­cas tan bien difer­en­ci­adas que, si se quieren tra­ducir, lo que ten­dría que empezar por tra­ducirse es pre­cisa­mente el estilo, pues es en estos casos el fac­tor más expre­sivo del discurso.

3. TRADUCCIÓN Y GLOBALIZACIÓN

Todo lo dicho me parece evi­dente aunque ahora la lla­mada glob­al­ización alienta una con­tinua y cre­ciente cir­cu­lación de per­sonas y de mer­cancías por lugares dis­tin­tos y dis­tantes de su ori­gen, así como la tec­nología de la comu­ni­cación expande la infor­ma­ción y el diál­ogo a través de una red tan extensa y com­pleja que el destinador-destinatario de un men­saje no sabe dónde está situ­ado aquél o aquél­los a quienes habla o responde. De tal modo, los caminos se vuel­ven más sin­u­osos, los esti­los y aun las for­mas de escrit­ura se entre­cruzan, cosa que tiene como resul­tado la pro­duc­ción de men­sajes alta­mente híbri­dos. En el primer caso, el de la glob­al­ización, es del todo fre­cuente que las mer­cancías cir­culen con indi­ca­ciones hechas en varias lenguas e incluso recur­ran a una forma de comu­ni­cación visual tan pri­maria como los pic­togra­mas. Los pic­togra­mas son tra­zos más o menos icóni­cos (dibu­jos, fle­chas, dia­gra­mas, etc.) tan despo­ja­dos de fonetismo, o de lo que en un sis­tema artic­u­lado serían las unidades mín­i­mas, que muchos gra­matól­o­gos con­vienen en excluir­las de los sis­temas de escrit­ura aunque hayan sido hechos para diri­girse a los otros y hasta con­struyan men­sajes rel­a­ti­va­mente com­ple­jos. Graba­dos en la piedra, recor­ta­dos en el tronco de los árboles, pin­ta­dos sobre la piel, tales recur­sos, según todo hace suponer, fue la primera forma de inscrip­ción comu­nica­tiva (con fines prag­máti­cos, políti­cos o rit­uales) que uti­lizaron los hom­bres. Sin embargo, debido a las for­mas de cir­cu­lación de los men­sajes y a la diver­si­dad de áreas idiomáti­cas que deben cubrir, en la sociedad con­tem­poránea los pic­togra­mas pro­lif­eran: por ejem­plo una sim­ple caja de cartón o de lámina que con­tenga un nove­doso objeto domés­tico maquilado en algún sótano limeño, pero que llega de Sin­ga­pur con eti­que­tas en inglés, siem­pre trae, para su buen manejo (por ejem­plo para abrirla como cor­re­sponde), alguna frase instruc­tiva que se repite en var­ios idiomas (chino, árabe, francés, por­tugués, castel­lano, etc.), la cual, a juz­gar por lo que alcan­zamos a leer en castel­lano, ha sido tra­ducida por algún polí­glota de rig­urosa incom­pe­ten­cia. Tran­scribo, para ejem­plo, el comienzo de unas instruc­ciones que en vano, y no ya en busca de ayuda para un usuario sino por curiosi­dad de lingüista afi­cionado, traté alguna vez de descifrar: “Paso No.1: Jale el bordo cen­tral. Paso No.2: Vol­tearlo hacia aden­tro de la misma”, y así el resto. Jus­ta­mente por ello, pre­viendo las pifias del polí­glota, o a veces reforzán­dola, la instruc­ción para el buen uso agrega una serie de fle­chas, líneas pun­teadas, cír­cu­los, alguna mano suelta con el dedo índice lev­an­tado, al igual que otras indi­ca­ciones visuales tan metic­u­losa­mente des­ori­en­ta­do­ras que el descon­so­lado usuario ter­mina abriendo la caja con un cuchillo, un pun­zón o un ser­ru­cho, después de haber adver­tido que recur­rir a las patadas sólo sirve para descar­gar el mal humor, no para abrir la invicta caja. Y para el caso en que la men­tada caja con­tenga obje­tos más sofisti­ca­dos –sobre todo aparatos elec­tróni­cos–, con seguri­dad el usuario encon­trará, además, un man­ual, donde a las instruc­ciones dadas en difer­entes idiomas, y sigu­iendo un orden inefa­ble, se le suman pic­tografías más com­ple­jas: dibu­jos de las partes del aparato en cuestión atrav­es­adas por líneas que ter­mi­nan en una boton­era, en un dial, en una aguja que mide alguna cosa, a lo que se le agre­gan algo así como car­i­cat­uras que sim­u­lan per­sonas, o peda­zos de per­sonas (bra­zos, pies, tor­sos con sus respec­ti­vas cabezas, una cara que exagera el gesto de una pro­funda y casi asus­tada con­cen­tración y en seguida otra, ésta son­ri­ente, tri­un­fante, que expresa algo así como: “¡Eureka!, ¡ya le encon­tré la vuelta!” Y es el momento en que el usuario entiende lo que debe hacer: bus­car la libreta del telé­fono y pedir aux­ilio a algún amigo grad­u­ado en inge­niería elec­trónica o sim­ple­mente menos torpe que él en el manejo de aparatos.

Pero escrit­uras o no (car­i­tas son­ri­entes que nos sug­ieren que el mundo, lejos de ser feroz, es una fan­tasía de Dis­ney, ani­mal­i­tos que exhiben miradas lán­guidas y cartelitos con pal­abras tan tier­nas que no hay corazón que se resista), las pic­tografías, digo, se han hecho impre­scindibles en este mundo glob­al­izado porque, según tam­bién se supone, ellas no nece­si­tan de un tra­duc­tor aunque sí nece­si­tan del manejo de cier­tas ele­men­tales con­ven­ciones. Todo ello, tra­ba­josa o desaseada­mente, tam­bién forma parte del mundo de la tra­duc­ción pues esta­mos en pres­en­cia de la cir­cu­lación de men­sajes cuyos códi­gos es nece­sario apren­der y trasponer.

En cuanto a la comu­ni­cación que cir­cula en la red, en ella se da una con­tinua hib­ri­dación para con­struir men­sajes según las cir­cun­stan­cias lo requieran. En una sesión de chat –sin duda cualquiera lo sabe mejor que yo– se mez­clan difer­ente sis­temas de escrit­ura (logografías, fono­grafías, pic­tografías), así como recur­sos de los que se echa mano en el momento: pal­abras abre­vi­adas con sím­bo­los numerales, neol­o­gis­mos ad-hoc, inven­ciones jer­gales. Aquí toda gra­mat­i­cal­i­dad queda de lado, ya sea por igno­ran­cia o por apuro pero más segu­ra­mente por un afán de expre­sivi­dad para la cual la gramática deja de ser una norma para con­ver­tirse en un estorbo. Se trata de un con­tinuo cifrar y descifrar por parte de los inter­locu­tores, de una con­tinua inven­ción y una con­tinua tra­duc­ción. ¿Pero tra­duc­ción de qué a qué? ¿De un sis­tema otro, de un código a otro? En real­i­dad se trata de un código que se va cre­ando y trans­for­mando a medida que el diál­ogo avanza, men­sajes que acti­van la fun­ción fática, la fun­ción expre­siva y la fun­ción cona­tiva, y que reúne a dos o más con­struc­tores de un lenguaje único y plural, efi­caz pero efímero con el cada uno trata de aprox­i­marse al otro hasta casi tocarlo (las groserías, por ejem­plo, tan fre­cuentes en este lenguaje, son un modo de tocar y aun de sacudir al otro) igno­rando con toda decisión que se trata de una acción pura­mente vir­tual. Se podría hablar de una intra­tra­duc­ción (si la pal­abra no sonara tan feo) com­par­tida y volátil puesto que los códi­gos son por com­pleto fluc­tu­antes y aco­moda­dos al momento, un momento en el que dom­ina la pul­sión erótica y la pul­sión retórica del lenguaje. Aquí menos que nunca se podría decir que hay un tradut­tore y un posi­ble tra­di­tore porque no hay texto de ori­gen ni de lle­gada sino un men­saje que se con­struye ahí, en el momento en que se devora a sí mismo.

Pero la glob­al­ización, com­bi­nada con la tec­nología, ha hecho pro­lif­erar otra prác­tica de la tra­duc­ción. Me estoy refiriendo a la tra­duc­ción que suele especi­fi­carse como “inter­pretación” y que yo pre­fiero lla­mar vocal­izada. Esta var­iedad de la tra­duc­ción (en la que el tra­duc­tor vierte a una lengua lo que alguien está diciendo en otra) puede ser seg­men­tada o simultánea y requiere de un entre­namiento espe­cial actual­mente muy coti­zado. Dado que el mundo se encuen­tra en un con­tinuo pero al pare­cer insu­fi­ciente estado de catástrofe, se ha hecho cada vez más nece­sario que los per­son­ajes lle­ga­dos de difer­entes partes del mundo con espe­cial­i­dades con­fusas –pres­i­dentes, emba­jadores, sec­re­tar­ios de Estado y otra gente de pare­cido pelaje– se reú­nan para desar­reglarlo un poco más con sus deci­siones o recomen­da­ciones. Y para que todos entien­dan las cosas que ahí se dicen, esta forma de tra­duc­ción, impre­scindible, se vuelve objeto de una demanda cre­ciente. Yo nunca he ejer­cido la tra­duc­ción vocal­izada, así como tam­poco he sido copista, pero he pen­sado un poco en ambas pro­fe­siones y me ha pare­cido que, por más que estén tan ale­jadas entre sí en tan­tos sen­ti­dos, el tra­duc­tor vocal ha de tener un entre­namiento pare­cido al de los copis­tas de la antigüedad porque ambos deben ejerci­tar la memo­ria inmedi­ata, una memo­ria que, en el caso ideal, ten­dría que fun­cionar tan espon­tánea­mente, o tan automáti­ca­mente, hasta vol­verse una suerte de memo­ria ciega. El tra­bajo del copista con­sistía en pasar sus ojos sobre una super­fi­cie escrita y mem­o­rizar los tra­zos de man­era tan veloz que pudiera repro­ducir­los de cor­rido y, por decirlo así, sin ser con­sciente del gasto mem­o­rís­tico que esto suponía. El tra­duc­tor vocal, sobre todo si tra­duce simultánea­mente, ha de recoger, por su parte, los sonidos de una lengua y, en el caso ideal, dejar que esos sonidos se con­vier­tan en su boca en sonidos de otra lengua de tal modo que se borre de su con­cien­cia el gasto de mem­o­rización y de trans­for­ma­ción que eso supone, pues tanto el copista como el tra­duc­tor, así como con­tin­u­a­mente mem­o­rizan, deben con­tin­u­a­mente olvi­dar lo que aca­ban de tener en la memo­ria para hac­erle lugar a lo que sigue. De este modo la memo­ria se llena y se vacía todo el tiempo pues, para seguir avan­zando, la escrit­ura o el habla que con­tin­u­a­mente trasladan, con­tin­u­a­mente debe ir quedando atrás. Se trata, para mí, de un ejer­ci­cio admirable, y tam­bién paradójico pues la memo­ria que es, pre­cisa­mente, el órgano de la reten­ción, en estos casos recoge y da sal­ida prác­ti­ca­mente sin retener. Claro que entre el copista y el tra­duc­tor vocal hay una difer­en­cia de fondo. Dado que el copista debía recoger y trasladar las grafías de una página a otra sin trans­for­mar­las, podía realizar este ejer­ci­cio sin cono­cer la lengua que estaba tran­scri­bi­endo. El tra­duc­tor vocal, por su parte, real­iza una operación de pasaje y de adaptación entre dos lenguas que conoce y que dom­ina.

Es claro que la tra­duc­ción vocal, si bien se mul­ti­plica por las exi­gen­cias de la glob­al­ización no es, ni mucho menos, una inven­ción de ésta. Por el con­trario, desde siem­pre, desde que una comu­nidad –lle­vada por un afán de con­quista o de com­er­cio– entra en con­tacto con otra que habla un idioma difer­ente, se vuelve nece­sario un inter­cam­bio de men­sajes, y dado que el lenguaje ges­tual resulta demasi­ado pre­cario y por lo tanto insu­fi­ciente, siem­pre fue nece­sario que alguien de una comu­nidad tanto como alguien de la otra, ambos dota­dos de una alta capaci­dad para apropi­arse del idioma del otro, sirviera como puente, es decir, asum­iera el papel de tra­duc­tor. Los pueb­los nómadas, las comu­nidades que se expandían en la caza o la con­quista, siem­pre debían disponer de lenguaraces, hom­bres cono­ce­dores o posee­dores de una espe­cial habil­i­dad, para apren­der en breve tiempo y usando téc­ni­cas más o menos espon­táneas una lengua hasta hace poco descono­cida. La his­to­ria de Méx­ico está mar­cada, en su ori­gen, por la con­ducta de la indí­gena lla­mada Mal­intzin, más cono­cida como la Mal­inche, esa mujer dotada de belleza física y de habil­i­dad ver­bal a la que Cortés hizo su amante y su lenguaraz, lo que le sirvió de man­era deci­siva para sus expe­di­ciones de conquista.

4. GRANDES MOMENTOS EN LA HISTORIA DE LA TRADUCCIÓN

Pero hablando de tra­duc­ciones vocales, yo no conozco (aunque segu­ra­mente lo habrá) otro caso más lla­ma­tivo, más impre­sio­n­ante que el de la lec­tura de la Bib­lia hebrea, y más pre­cisa­mente de la Torah (La Ley), en las cer­e­mo­nias sabáti­cas que se llev­a­ban a cabo en las sin­a­gogas en los sig­los que pre­cedieron al nacimiento de Jesús. En efecto, debido a que a fines del siglo V antes de nues­tra era Darío, el rey persa que per­mi­tió el retorno de los israeli­tas dester­ra­dos en Babilo­nia, ordenó que en todo el ter­ri­to­rio palestino y otras zonas aledañas se hablara el arameo impe­r­ial, esos israeli­tas, salvo los eru­di­tos rabi­nos, ter­mi­naron de ale­jarse del idioma hebreo (sobre todo del hebreo hablado en los tiem­pos de Moisés) y de adop­tar el arameo. Por lo tanto, ya no podían lle­gar a los libros bíbli­cos sin pasar por esta vari­ante del arameo, razón por la cual se lo cono­ció tam­bién como arameo bíblico. Poco después de la muerte de Darío, el gran rabino Esdras, comi­sion­ado por el emper­ador Arta­jer­jes, reor­ga­nizó, o más bien orga­nizó, la litur­gia judía y, entre otras medi­das, dis­puso que el tar­gum (tra­duc­ción aramea del orig­i­nal hebreo) for­mara parte de esa litur­gia. Así, en la cer­e­mo­nia sabática en la que se avan­z­aba, sábado a sábado, en la lec­tura de La Ley y de Los Pro­fe­tas, a esta lec­tura hecha direc­ta­mente sobre el texto sagrado por quien ejer­cía la fun­ción de qore, se le agre­gaba la tra­dución aramea hecha por el metar­gu­men. Este último debía ser una per­sona difer­ente, ocu­par un lugar infe­rior y hablar (no leer) en voz más baja, alternán­dose con el qore, ver­sículo tras ver­sículo. La tra­duc­ción del metar­gu­men debía guardar un siem­pre con­flic­tivo equi­lib­rio entre lo lit­eral y lo impro­visado, pues no podía caer en un extremo ni en el otro. “Quien tra­duce el ver­sículo lit­eral­mente –había sen­ten­ci­ado el rabí Yehu­das desde su gran autori­dad– es un fal­si­fi­cador, y quien añade pal­abras a su antojo es un blas­femo.” De modo que la tra­duc­ción aramea del hebreo tenía que avan­zar siem­pre sobre una cuerda floja .

Pero la his­to­ria de las tra­duc­ciones de la Bib­lia, debido a los desplaza­mien­tos tanto como a la expan­sión del pueblo hebreo y pos­te­ri­or­mente, sobre todo del cris­tian­ismo, estaba des­ti­nada nece­sari­a­mente a ser una de las grandes y ren­o­vadas aven­turas del espíritu. Ya hacia el siglo III antes de nues­tra era, a raíz de las deporta­ciones dec­re­tadas por los emper­adores per­sas que ocu­pa­ban una y otra vez el suelo palestino, gran parte de la población se hal­laba dis­persa en grandes ciu­dades como Babilo­nia y más tarde Ale­jan­dría de modo que, con el tiempo, las suce­si­vas gen­era­ciones ya no habla­ban tam­poco el arameo sino el griego. Así, para man­tener la piedad, nece­sita­ban ahora con urgen­cia tener acceso a la escrit­ura sagrada a través de la lengua que Ale­jan­dro Magno, con sus grandes expe­di­ciones y con­quis­tas, expandiera por prác­ti­ca­mente todo el medio ori­ente. De modo que, ya desde mucho antes de la era cris­tiana, se habían empren­dido varias tra­duc­ciones a esta lengua, la griega, que, diríase, había lle­gado para quedarse. Ninguna de estas tra­duc­ciones, sin embargo, alcanzó la autori­dad de la lla­mada Bib­lia de los Setenta o Sep­tu­ag­inta, tra­duc­ción que fue recibida como fruto de la inspiración del Espíritu Santo, y, declar­ada por la autori­dad rabínica, tam­bién ella sagrada como la hebrea, lo cual no es poco decir. Lo que más colaboró para otor­garle este priv­i­le­gio fue una leyenda pia­dosa entre cuyas vir­tudes se con­ta­ban la efi­ca­cia pub­lic­i­taria y otras estrate­gias que de cualquier modo respondían a una necesi­dad de la fe. Según esta leyenda, que ten­dría su ori­gen en una supuesta Carta de Aris­teos (un tal Aris­teos del que no se tiene ningún dato), setenta y dos sabios lle­ga­dos a Ale­jan­dría desde Jerusalén se encer­raron en cel­das sep­a­radas y tra­ba­jaron durante setenta y dos días al cabo de los cuales cada uno de ellos había real­izado una tra­duc­ción exhaus­tiva y de tal modo idén­tica a la de los otros que no podía dudarse que todos habrían recibido, pal­abra tras pal­abra, la misma inspiración div­ina.

Desde entonces fue líc­ito plantearse esta pre­gunta: ¿qué lengua hablaba Yaveh? ¿No era acaso la que habla­ban los miem­bros del pueblo hebreo y sólo ellos desde que sólo a ellos eligió para sel­lar un pacto procla­mado desde el Monte Sinaí con una voz de tal tamaño y poder que arran­caba las piedras e incen­di­aba los árboles y a la que úni­ca­mente Moisés podía resi­s­tir? ¿En qué otra lengua pudo haber com­puesto Moisés esos cinco libros en los que trató de infundir el vér­tigo prove­niente de aque­l­las pal­abras que quedaron grabadas en unas tablas de roca? Pero, por lo visto, si bien par­al­izó a los israeli­tas (según con­sta en el libro del Éxodo 20:19, los israeli­tas dijeron a Moisés: “Habla tú con nosotros y nosotros oire­mos; pero no hable Dios con nosotros para que no muramos”), ese poder de la voz de Yaveh no fue sufi­ciente para detener la activi­dad de los tra­duc­tores porque, después, aque­l­las invi­o­lables pal­abras escritas por el pro­pio dedo del Señor no sólo fueron tra­duci­das al griego sino, inex­orable­mente, a todas las lenguas, inclu­ida la ital­iana, aunque no estoy seguro de que fuera el ital­iano uti­lizado por nosotros en nues­tra tra­duc­ción. De una o de otra man­era, todo esto me sug­iere que la pro­fe­sión más antigua del mundo no es la que muchos dicen, sino la tra­duc­ción. La más antigua y la que tiene, por otra parte, más o, al menos, mejor futuro.

Pero volviendo a esta gigan­tesca epopeya de las tra­duc­ciones bíbli­cas, y al mismo tiempo abre­viando, sólo recor­daré dos, que fueron ver­dadera­mente dos prodi­gios con vas­tas con­se­cuen­cias no sólo para la expan­sión de la cris­tian­dad y de sus prin­ci­p­ios doc­tri­nar­ios sino para el futuro de las lenguas en que estas tra­duc­ciones fueron hechas. Hacia el siglo IV, Ulfi­las, el obispo godo que real­iz­aba una intensa tarea de propa­gación del evan­ge­lio entre los escan­di­navos for­ma­dos en las tradi­ciones célti­cas, decidió empren­der la tra­duc­ción de la Bib­lia en una lengua que carecía de escrit­ura y debió, para ello, inven­tar un alfa­beto, el alfa­beto rúnico, a par­tir del cual Ulfi­las recon­struyó un léx­ico, trató de nor­mar una sin­taxis y sobre todo mod­i­ficó el sen­tido con que una población no sólo anal­fa­beta sino indó­cil debía acoger las pal­abras que salían de la boca de los pocos indi­vid­uos alfa­bet­i­za­dos que esta­ban en condi­ciones de leer­las en voz sufi­cien­te­mente alta y con una entonación sufi­cien­te­mente ade­cuada como para operar un cam­bio no sólo en los hábitos cotid­i­anos sino en el modo de cono­cer el mundo. A esta tra­duc­ción, a esta epopeya letrada pro­tag­on­i­zada por el obispo godo, de la cual pocos guardan memo­ria, se refirió somera­mente Borges en su libro Antiguas lit­er­at­uras ger­máni­cas.

En cam­bio, de la otra gran tra­duc­ción a la que quiero referirme, nadie, al menos en el mundo cris­tiano, ha dejado de hablar hasta hoy, porque con ella la Igle­sia, mejor dicho la insti­tu­ción del papado, se frac­turó sin reme­dio. Hablo, desde luego, de la tra­duc­ción de Lutero. Para esta empresa que era un ele­mento cen­tral en su lucha reformista, Lutero debió enfrentarse no sólo al poder de la curia romana y de los prela­dos ale­manes sino a su propia lengua, a la que debió refun­dar para que las escrit­uras fueran acce­si­bles a una lec­tura pri­vada y a una inter­pretación –¿diríamos tra­duc­ción?– libre. Como­quiera que haya sido, la Bib­lia de Lutero sig­nificó, entre otras cosas trascen­dentes, el paso del alemán medio al alemán mod­erno y por ello podría decirse, no sin fun­da­mento, que la lengua que hablan hoy los ale­manes comienza en la Bib­lia de Lutero. ¿Lutero tra­di­tore? Muchos gus­tosa­mente pien­san así pero casi nadie refir­ién­dose a sus proezas como tra­duc­tor sino a las irre­versibles con­se­cuen­cias de su prédica reformista.

En fin, no quisiera ter­mi­nar este corto recor­rido por capí­tu­los mem­o­rables de la tra­duc­ción sin referirme a otro tan impor­tante como sin­gu­lar en la his­to­ria de la cul­tura en el que, de paso, volve­mos a encon­trar la tra­duc­ción vocal pero esta vez com­bi­nada con la escrita en un muy curioso pro­ceso. Tal capí­tulo se desar­rolló en Toledo, hacia el siglo XII. Toledo, una ciu­dad larga­mente famosa pues había sido cap­i­tal del antiguo reino visigodo antes de ser una impor­tante cap­i­tal del mundo árabe en la que desta­ca­ban las grandes y mag­ní­fi­ca­mente pro­vis­tas bib­liote­cas que recogían todas las expre­siones de las artes y la cien­cias del mundo antiguo. Según refiere Ramón Menén­dez Pidal en su libro España, eslabón entre la cris­tian­dad y el Islam, en esas bib­liote­cas estaba, tra­ducida al árabe, toda la cien­cia griega que los cris­tianos habían tratado de igno­rar porque se refer­ían a las leyes de la nat­u­raleza: estaba la física de Aristóte­les, la geometría de Euclides, la astronomía de Tolomeo. Y tam­bién, de primera mano, los conocimien­tos desar­rol­ladas por los pro­pios árabes, como la cien­cia médica cul­ti­vada por Avi­cena, la polifacética filosofía de Aver­roes y sus céle­bres comen­tar­ios de la obra de Aristóte­les, pero tam­bién lo que los árabes habían recogido de la cul­tura china y de la cul­tura indostánica. Esta urbe tan favore­cida, Toledo, fue la primera gran ciu­dad musul­mana en caer en manos de los cris­tianos en plena guerra de recon­quista de sus antiguos ter­ri­to­rios y una de las que más fruc­tífera­mente reunió, como Granada o Cór­doba, tres grandes núcleos pobla­cionales inte­gra­dos por árabes, cris­tianos y judíos. En este trío, los que medi­a­ban en las rela­ciones siem­pre ten­sas entre árabes y cris­tianos fueron los judíos, sobre todo los judíos cul­tos. Un siglo después de esa recon­quista tan ven­ta­josa para los cris­tianos (perdieron una ciu­dad rel­a­ti­va­mente pobre y más bien bár­bara y la recu­per­aron refi­nada, rica y esplén­di­da­mente culta), el arzo­bispo que pasó a la his­to­ria con el nom­bre de Ray­mundo comenzó la empresa de alle­garse tra­duc­tores y escribas para pasar los car­ac­teres árabes a las grafías lati­nas. Pero el que ver­dadera­mente encon­tró un modo más efi­caz de cruzar ese puente fue, años después, el canónigo de la cat­e­dral de Toledo, Domingo Gon­za­lvo, más cono­cido como Gundis­alvo. Dado que los cris­tianos no conocían el árabe y que ni los árabes ni los judíos conocían el latín pero los tres gru­pos se entendían en la lengua romance hablada en las regiones castel­lanas, Gundis­alvo, en gen­eral bus­cando el aux­ilio de un judío ara­bizado, se hacía leer en voz alta el texto árabe pero trans­for­mado en romance castel­lano. El judío, pues tra­ducía en voz alta el árabe al romance y Gundis­alvo, mien­tras escuch­aba esas pal­abras famil­iares, las iba escri­bi­endo, labo­riosa­mente, frase tras frase, en un cuida­doso latín. ¿Tradut­tore tra­di­tore? El caso es que este recurso ideado por Gundis­alvo en el que había una escrit­ura culta de ori­gen, una suerte de dialecto vul­gar que servía como lengua de pasaje y otra escrit­ura culta como escrit­ura meta, dio lugar a una pecu­liar activi­dad cono­cida como Escuela de Tra­duc­tores de Toledo. Aque­lla escuela, sin duda, no estaba tan orga­ni­zada como una Fac­ul­tad de Lenguas que tiene sus horar­ios, sus pro­gra­mas y cal­en­dar­ios, porque lec­tores y tra­duc­tores toledanos comen­z­a­ban su jor­nada cuando hacían un alto en otras activi­dades y las acaba­ban prob­a­ble­mente cuando uno tenía la boca ya demasi­ado seca o el otro los dedos ya muy acalam­bra­dos. Pero esta pas­mosa, tal vez única, man­era de tra­ducir dio un impulso tam­bién irre­versible a la cul­tura, y aun a la civ­i­lización, de la Europa cris­tiana por esos días tan atrasada con respecto a la cul­tura árabe o a la hebrea.

5. NUESTRO APORTE A LA ÉPICA DEL TRADUTTORE

Uno no es Gundis­alvo ni mucho menos Ulfi­las, pero algún grano de arena puso a favor del desar­rollo de la tra­duc­ción. Aunque sólo fuera escribir este artículo, que es una especie de apología o, más exac­ta­mente, un tes­ti­mo­nio de admiración por la sec­u­lar activi­dad de los tra­duc­tores sin la cual, como dije, no podría con­ce­birse la cul­tura. La pal­abra tra­ducir es de ori­gen latino, como la may­oría de las pal­abras de nues­tra lengua, y su raíz proviene del verbo duc­ere (lle­var) por lo que, de acuerdo a su eti­mología, ven­dría a sig­nificar lit­eral­mente lle­var a través. Esto nos sirve ape­nas de ori­entación, pues el uso ha hecho que la pal­abra tra­ducir evoque inmedi­ata­mente el hacer pasar las pal­abras de una lengua a otra. Pero aun esta aclaración no tiene en cuenta la raíz didác­tica y por lo tanto ética y cog­noc­i­tiva de la tra­duc­ción. Porque, así como la enten­demos, se trata de un acto de con­ver­sión ver­bal que per­mite no sólo expandir sino reunir el saber de los hom­bres, traer al ámbito de lo cono­cido aque­llo que de otro modo per­manecería cifrado por grafías que están, en mayor o menor grado, fuera de nue­stro entendimiento y por lo tanto seguirían perteneciendo al orden de lo descono­cido. Por eso tam­bién, incluso den­tro de nues­tra misma lengua, cuando alguien se expresa con pal­abras que nos resul­tan de difí­cil acceso y otro las trans­forma, así sea aprox­i­mada­mente, en pal­abras que nos resul­tan más acce­si­bles, dec­i­mos que lo tra­duce, lo cual es un acto de pasaje y un gesto de sol­i­dari­dad hacia los que, sin ese gesto, quedarían exclu­i­dos del mensaje.

Movién­dose en sen­tido con­trario a este tra­bajo de clar­i­fi­cación ver­bal, hay lengua­jes de ocultación, inten­ciona­dos o no, que van desde el lun­fardo en su primera fase, cuando era un habla prac­ti­cada por mar­gin­a­dos que no dis­tin­guían si una pal­abra era de raíz his­pana o una defor­ma­ción de alguno de los muchos dialec­tos del ital­iano con los que tenía una incierta famil­iari­dad, hasta las for­mas her­méti­cas que tienen la expresa inten­ción de hacer que tal o cual tipo de men­sajes per­manezca en lo oculto, invi­o­lable para los igno­rantes y acce­si­ble sólo a unos pocos ini­ci­a­dos. Hablas intran­si­ti­vas, lengua­jes de exclusión que trazan un límite entre el aden­tro y el afuera, entre lo pro­pio y lo extraño, todo lo cual proviene de una ide­ología de la reten­ción. La tra­duc­ción, en cam­bio, cor­re­sponde a otra ide­ología del conocimiento, una ide­ología de la tran­si­tivi­dad y de la cir­cu­lación dis­trib­u­tiva. El saber, según ello, sería un bien que se con­struye y se enriquece en la medida en que se comu­nica o, mejor dicho, que se dis­tribuye, lo que, de paso, supone que todos los hom­bres están dota­dos y aun lla­ma­dos para, y por, ese saber. Galileo decía que la nat­u­raleza se expresa en lenguaje matemático y esto sig­nifi­caba para él que sus leyes eran poten­cial­mente acce­si­bles a todos los hom­bres, pues supues­ta­mente todos podían, o pueden, acceder a la matemática. Ello motivó, como se sabe, un enfrentamiento entre este sabio obsti­nado y polemista y una Igle­sia todopoderosa y reten­tiva para la cual todo estaba cifrado desde un prin­ci­pio, y defin­i­ti­va­mente, en las pal­abras de un Dios aris­totélico cuya inter­pretación había quedado bajo la cus­to­dia de la curia romana. Y aunque para mí las matemáti­cas, a la ver­dad, son igual­mente mis­te­riosas, reconozco en Galileo la decisión de con­ver­tirse una suerte de traductor.

Obsti­nado polemista, Galileo Galilei hablaba un ital­iano que yo para nada estoy seguro de poder tra­ducir, ni siquiera enten­der, porque él hablaba en voz alta, mez­clando muchas veces autori­dad y cólera de modo que, oyén­dolo, hubiera comen­zado a dudar de mi ital­iano man­chado por la inde­cisa niebla del riachuelo. De cualquier man­era, tam­bién más tarde dudé de mi pobre ital­iano aunque me supiera, me sepa, de memo­ria el famoso soneto que Dante dedicó a Beat­rice y aunque estu­viera ante ami­gos queri­dos que com­partían no sólo mis gus­tos y mis conocimien­tos sino ese dichoso viaje en el que, entre con­ver­sación y con­ver­sación, tratábamos de analizar las sutilezas de la lengua ital­iana en aque­l­las otras pal­abras escritas en voz baja y con entonación lírica. Yo, del con­junto de poetas que habíamos selec­cionado para tra­ducir, elegí un poema de Alessan­dro Fo tit­u­lado “Il nemico della bal­lena” (“El ene­migo de la bal­lena”), que era un breve poema de amor y de muerte en el que Ahab explica que no es él el que per­sigue a la bal­lena sino que es ella, la bal­lena, la que, impul­sada por el amor, va tras él en busca de ese arpón que la aniquilará, pues el amor, como la lit­er­atura nos lo ha enseñado, es una sec­reta búsqueda de la muerte pero de la muerte vivida como plen­i­tud gozosa. Armado, recuerdo, de esos bel­los sen­timien­tos emprendí mi ver­sión castel­lana y se la mostré al resto del equipo. Tam­bién recuerdo que Jorge, Elena y Gigli­ola (es decir, la van­guardia itálica del grupo) me dijeron enseguida: tu tra­duc­ción está muy bonita y tu mayor acierto fue haber elegido un poema más bien breve; si no te molesta, yo en tu lugar la cam­biaría toda.

Y cada uno, en efecto, hizo otra ver­sión y me la envió, ahí delante de todos los otros, explicán­dome por qué me pro­ponían poner esto en vez de aque­llo. Yo les expliqué que había querido mejo­rar un poco el orig­i­nal (he dicho al comienzo que nue­stros poetas ital­ianos eran poco cono­ci­dos, agrego ahora que, jóvenes, aún no tenían un dominio maduro del ofi­cio) no sólo para desviar la con­ver­sación lleván­dola a un tema que, entre veras y bro­mas, no me parece tan ilegí­timo, sino porque en algún punto era, en este caso, cierto. El caso es que al orig­i­nal que decía, que dice:

non sono io, Achab
–que la inseguo
mosso da una molla ch’è poi amore.
Il suo nemico è quello che lei insegue,
l’arpione che la fugge
o ostenta amore
ma senza amarla.
Soltanto lui può davvero
annientarla,

imag­i­nando, a pesar de todo, mejo­rarlo un poquito, sobre todo elim­i­nando esa suerte de rima final (amarla-annientarla) tan mar­cada­mente extraña a la sonori­dad del resto del poema, lo dejé como sigue:

no soy yo, Ahab
–que la per­sigo
impul­sado por un arco que es al cabo amor.
Su ene­migo es aquel que ella misma per­sigue
el arpón que la esquiva
–o que ostenta amor
mas sin sentirlo.
Sólo él puede en ver­dad aniquilarla.

¿Qué hacer con alguna frase, algún verso, que nos parezca algo fal­lido, es decir que no responde al pro­pio espíritu de la ver­sión que esta­mos tratando de verter a nues­tra lengua? Yo me he planteado varias veces esta pre­gunta tra­duciendo artícu­los para una revista de estu­dios semi­óti­cos que edi­ta­mos en Puebla. Me he pre­gun­tado, por ejem­plo, si cuando uno advierte que en el orig­i­nal hay alguna redun­dan­cia, alguna oscuri­dad o alguna inco­heren­cia en las frases, uno debe dejar­las así, incluso con el riesgo de que esos fal­los sean atribui­dos al tra­duc­tor. Por for­tuna, en la may­oría de los casos, dado que se trata de artícu­los que provienen de inves­ti­gadores que están en activi­dad, se puede dis­cu­tir esto con el pro­pio autor que, tras ese diál­ogo, hasta puede lle­gar a con­vencerse de que su artículo le quedó mejor en español que, por ejem­plo, en francés. ¿Cor­re­gir? Es una pre­gunta que, con mucho cuidado, uno podría hac­erse: ¿cuándo, hasta qué límite y en razón de qué? Es cierto que, en la may­oría de los casos, un tra­duc­tor no cuenta con la ven­taja a la que acabo de referirme (la de poder dis­cu­tir con el autor) aunque la pre­gunta siem­pre se plantea. Tam­bién hay que con­sid­erar que a veces uno se encuen­tra con tex­tos incom­ple­tos, o con más de una ver­sión del mismo texto, o con un texto anón­imo donde se puede percibir que pasó por varias manos antes de lle­gar a nue­stros ojos; en fin, cuando uno ve el tra­bajo de recon­struc­ción de cier­tos tex­tos (incluso escritos en nues­tra propia lengua) se hace cada vez más pre­gun­tas al tiempo que toma cada vez más pre­cau­ciones. Pero volviendo a la bal­lena mal­herida y al atribu­lado Ahab, desde luego que atendí y agradecí las prop­ues­tas que me hicieron lle­gar, y que hice una nueva ver­sión tomando y dejando según me parecía apropi­ado. Y supongo que, como en todos los otros casos, en nue­stro libro esta nueva ver­sión quedó mejor que la pre­sen­tada en primer tér­mino. Del mismo modo que espero que, después de leer este tra­bajo, o mien­tras lo lee, el lec­tor pueda mejo­rarlo con su propia lec­tura y sobre todo enrique­cerlo con más prop­ues­tas acerca de ese paso muchas veces cru­cial que supone una tra­duc­ción. Y sobre todo acom­pañarme en este elogio.

Tomado de: http://revistacritica.com/contenidos-impresos/ensayo-literario/elogio-de-la-traduccion-por-raul-dorra

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