Colegas: nos comparte Arturo Vázquez Barrón el siguiente ensayo que publicó en la revista
A L K M E N E Literatura y traducción (número 2, 7 de abril de 2014).
A L K M E N E Literatura y traducción (número 2, 7 de abril de 2014).
LA LITERATURA TRADUCIDA:
REFLEXIONES EN TORNO A LA EXIGENCIA
DE INVISIBILIDAD
por Arturo Vázquez Barrón
HABLAR de la
situación del traductor literario en América Latina, lo digo siempre,
no es asunto sencillo. Sobre todo si se hace, como lo haré aquí, desde
la entraña, desde el cómo me va en la feria. No hablaré por nadie que
no sea yo (aunque puedo imaginar que estoy hablando por muchos más) y
asumiré lo aquí escrito desde la primera persona porque en México
nuestras militancias todavía no son gremiales, por más que las charlas
de café y las tertulias que tanto nos gustan siempre le estén
coqueteando a la organización. Apuesta que se afana desde hace muchos
años pero no se formaliza. Tiene esto que ver, a lo mejor, con un
destino manifiesto. ¿Mexicano? No lo sé. ¿Hispanoamericano? No lo creo.
En todo caso, me apena escribirlo así, descreído como soy de cualquier
fatalismo. La cosa es que, por angas o por mangas, lo del
asociacionismo sigue sin dársenos mucho que digamos. Aclaro, además,
que lo que diga aquí no tiene por fuerza que vivirse igual en otras
partes. Sabemos, gracias a que estamos más y mejor comunicados ahora
que hace algunos años, que compartimos con los demás colegas
latinoamericanos muchas de las complicaciones y las dificultades
propias del oficio. Pero en cada región se viven de distinta manera,
mejor o peor, eso es seguro. Si bien tenemos aquí algunas ventajas
respecto de algunos países del subcontinente donde la cultura de la
traducción es apenas un esbozo, la verdad es que vamos atrasados
respecto de otros, donde nuestros derechos se discuten y se ventilan ya
en condiciones mucho más ventajosas. En todo caso, el panorama general
no es halagüeño, aunque estén surgiendo modelos de colaboración
regionales, y hasta continentales, lo que sin duda es una buena señal.
Resulta alentador que el mundo se nos esté achicando también a
nosotros, y que no estemos ya tan distanciados ni tan aislados. Por eso,
la existencia de espacios editoriales como el que con generosidad me
abre las puertas aquí es el mejor síntoma de que vamos caminando en la
dirección correcta.
Soy un soñador. Lo asumo y lo reivindico. Por eso, uno de los
aspectos de la traducción que más he amado siempre es su capacidad de
hacerme soñar. En mi caso, esto lo expreso como el profesional que
aspira a vivir de ella, no como diletante. Recupero la parte del
editorial del primer número de Alkmene, que nos dice de dónde
tomó su nombre la revista: “un cuento de Isak Dinesen en el que la
realidad vence a una soñadora”. Guiño perfecto para quien ha dedicado
muchos años de su vida a soñar la literatura y soñar la traducción.
Soñar la mejor manera en que estas dos pasiones se hablan, se
reconocen, se ayuntan, se completan. Todo un horizonte de vida. Pero
luego se da uno cuenta de que la realidad vence a los sueños. Digo
esto, claro, sin ánimo de arroparme en un lamento fútil o plañidero. Es
simplemente que no podemos obviar que a pesar de los logros, la
realidad sigue siendo más fuerte que los sueños. Es cruda nuestra
realidad. Cruda porque se nos siguen escamoteando la mayor parte de
nuestros derechos morales y patrimoniales. Derechos de autor no
reconocidos, regalías inexistentes, tarifas extravagantes y siempre por
debajo de lo mínimamente justo. Cruda realidad que nos hace trabajar
casi siempre sin contratos, o cuando los hay, con contratos abusivos.
Hasta ahora, estamos obligados a aceptar sin remilgos que nuestro
nombre casi nunca aparezca en las portadas de nuestras traducciones.
Desde la posición de fuerza de quien tiene el poder económico se nos
lanza al ostracismo. Porque, como escribió en 2005 María Ángeles Cabré
en su célebre carta abierta (carta que por cierto parafraseaba a Larra y
en el título llevaba la penitencia, “Traducir en España es llorar”) a
Carmen Calvo, a la sazón Ministra de Cultura de España, “el traductor
es un trabajador que trata con alguien que se encuentra en una posición
económica más fuerte que él y, de repente, lo quiera o no, se
encuentra a su merced”. Hace años, tuve una plática con un (¿buen?)
amigo, editor de una prestigiosa revista en el medio cultural mexicano.
Me decía que estaba de acuerdo en colocar mi nombre al final de la
traducción, pero que no veía razón para hacerlo aparecer justo debajo
del nombre del “verdadero autor”, como se lo pedía yo. Le respondí que
me daba muchas vueltas en la cabeza el adjetivo “verdadero”, y le
pregunté si le parecía insensato considerarme como el “verdadero autor”
de mi traducción. Me dijo que sí, con sequedad, pero zanjó toda
posibilidad de arreglo diciendo que no había manera de comparar. En
esta indefinición crepuscular nos movemos, sin saber bien a bien cómo
nos consideran en realidad. Tal razonamiento es el que sigue operando
en la cabeza de muchos editores y les impide concedernos lo justo, que
sería algo muy sencillo: que en los libros que traducimos apareciera
nuestro nombre en la portada.
¿Será acaso que el traductor ha estado rodeado de conspiradores?
No lo creo, francamente. Algo tan reduccionista no da cuenta de un
fenómeno bastante más complejo y que no puede explicarse así nada más.
Es cierto que muchos, sin reconocerlo abiertamente, nos siguen
considerando las cenicientas de la literatura. Es más, nosotros mismos
solemos pensarlo, y por eso no alzamos la voz, seguimos permitiendo que
se nos mantenga a raya, en un segundo plano, resignados a no ser más
que “la sombra del gigante”, para retomar los términos de Tahar ben
Jelloun. Esta falta de voz la llevan muchos traductores bien inoculada.
Es lo que alimenta nuestra falta de identidad. No debemos olvidar que
toda identidad es una construcción cultural que se basa en un discurso
propio y en una visibilidad manifiesta. De ahí la importancia ética de
tomar la palabra para elaborar un discurso en primera persona, desde la
especificidad de nuestra labor y, no menos importante, desde nuestra
vivencia como traductores.
Esto me lleva al siempre complejo y paradójico asunto de la
“invisibilidad” del traductor. Paradoja mayor, sin duda, esta exigencia
de volvernos inexistentes. Porque al mismo tiempo que se nos reconoce
un papel fundamental en la conformación de nuevos acervos literarios
–cosa que nadie se atreve a poner en duda–, muchos de los agentes que
intervienen en la cadena que da sentido a la literatura traducida
(editores, críticos, correctores y lectores) siguen pidiéndonos ser
“invisibles”. Esta práctica perversa del aplauso y el abucheo
simultáneos es moneda corriente en nuestros medios culturales y
literarios.
Una de las formas más perniciosas de esta invisibilidad es la
que nos exigen estos agentes, verdaderas instituciones rectoras del buen decir
que se encargan de acreditar o desacreditar nuestra labor. Nada de
regionalismos ni coloquialismos, por favor. Sin importar que el texto
que estemos traduciendo los tenga en abundancia y en ellos encuentre su
razón de ser. Nada de extrañezas léxicas ni sintácticas, tampoco. Que
la traducción se lea como si fuera un texto escrito originalmente
en español, ¡que fluya! Nada de atorones ni cosas raras. Naturalizar
es traducir bien, insisten, sin ver la tragedia que es entender la
literatura traducida como un mero trámite de redacción, una garantía de
buenas costumbres o un decálogo en el que no cabe la conducta
impropia. Siempre me ha causado asombro la incapacidad inexcusable del
especialista en literatura para entender que una obra literaria no
puede tener dos naturalezas diferentes, una agreste en el original y
otra domesticada en la traducción, y que la audacia y la potencia
creativa o subversiva de la primera tienen por fuerza que reaparecer en
la segunda. Es contumaz el enorme aparato de control y sujeción
formado por los grandes consorcios editoriales trasnacionales, y
también por los críticos literarios, los correctores de estilo y hasta
los lectores.
En México, además – y esto merecería un ensayo aparte –, en
muchos casos al traductor se le impone el canon de una literatura que,
como lo señala Philippe Ollé-Laprune en su ensayo México: visitar el sueño,
“está desprovista de furia, dominada por la gravedad y el sentido de
la mesura”. Una literatura que, añade, ha renunciado a “los malditos y
los furiosos que pueblan las letras de muchas culturas y de muchos
países”. A lo mejor por eso muchas traducciones apenas si llegan a ser
espejos opacos de las vigorosas propuestas que les dan vida. Es un
fenómeno adormecedor que paraliza la creatividad y evita la audacia, un
hambre de corrección que nunca está satisfecha y siempre quiere más.
Habría que sublevarse y no aceptar llevar puesta semejante
camisa de fuerza, para que cada vez haya más traductores decididos a
ejercer su derecho de no solo traducir desde su especificidad
lingüística, sino también de navegar vigorosamente a contracorriente
del corporativismo editorial que ha impuesto a la literatura traducida
la tibieza de un “español neutro” –en caso de que algo así pudiera
existir– como aspiración de rentabilidad, con la vista puesta sin
tapujos en la obtención de ganancias jugosas y la gracia de un público
lector mojigato y prepotente. Haría falta levantarse contra las falsas
creencias que igualan calidad con aplanamiento y que confunden belleza
literaria con falta de rabia y enjundia. El mercado editorial
trasnacional, del que casi todos dependemos para medio vivir, ha venido
apostando a las grandes ventas mediante la imposición de una lengua
franca, una koiné passe-partout que abre todas las puertas y
que, también, desde su innegable rentabilidad, adormece y aniquila al
texto literario en lo que pueda tener de subversivo, rebelde y anómalo.
Someter la audacia literaria en nuestras traducciones mediante la
invisibilización sin objeciones es el triunfo del mercado sobre nuestra
identidad. El desequilibrio de fuerzas es total: Penguin Random House
acaba de anunciar la compra de Alfaguara, el gigante español, por la
bicoca de 72 millones de euros. Con un catálogo cercano a los quince
mil autores, este nuevo monstruo editorial tendrá alrededor de 250
sellos editoriales con presencia en España, Portugal, Hispanoamérica y
Brasil, 22 países en total. Podemos imaginar que ya se están frotando
alegremente las manos ante la enorme cantidad de libros que traducirán
al menor costo posible. Gran negocio el de pagar, mal, una sola
traducción que se venderá en todas partes. Inversión mínima y máxima
ganancia.
Nosotros, por nuestra parte, tenemos que apostarle exactamente a lo contrario: la literatura traducida, tanto como la no traducida,
tiene derecho a ser específica y regional. La explicación es muy
simple: la riqueza de un texto literario traducido se construye siempre
desde la especificidad dialectal de un traductor determinado,
que no solo cuenta con nombre y apellido, sino también y sobre todo
con una parcela de lengua que le es propia y que, por más que se le
pida, no puede ni debe ignorar. Cualquier traductor es producto de su
entorno lingüístico y de su patrimonio cultural. Tenemos un horizonte
particular y no somos, como tantos creen, entidades insustanciales. La
impertinencia de la invisibilidad que suele exigírsenos en busca de calidad
queda, así, claramente establecida. Añadiré, de paso, que esto vale
para todas las variantes del español. Lo digo porque se ha venido
desarrollando en nuestras latitudes un movimiento de reacción que
milita de manera muy activa contra las traducciones peninsulares,
porque, dicen, nos han avasallado durante mucho tiempo. Cierto, pero el
mal no está en las traducciones mismas. No por ser peninsulares dejan
de ser válidas o de tener calidad. El origen del problema está en otra
parte. Y además, sería por completo contraproducente la estrategia del
“ojo por ojo”. Los revanchismos siempre son malos consejeros. El derecho
a la identidad traductora ha de serlo para todos, o no lo será para
nadie. En todo caso, las ideas que siguen asociando “calidad” con
“invisibilidad” están tan enraizadas que desbrozar el terreno no es
asunto fácil. Siempre ha sido complicado no naufragar en las arenas
movedizas del lugar común y los intereses económicos.
La pregunta obligada: ¿con qué español debo, entonces, escribir mis
textos? Esta pregunta, tan ociosa para cualquier escritor de textos
“originales”, resulta un completo rompecabezas para casi cualquier
traductor latinoamericano. En efecto, esto es por completo relevante
para nosotros, pues son muchas y muy ricas las variantes del español
que se hablan en el continente, que conviven y se enriquecen todo el
tiempo, y que han establecido, precisamente desde el espacio
privilegiado de lo literario, una relación de igualdad inobjetable con
el español peninsular. Por más que el poder editorial le apueste a lo
contrario, no hay manera de establecer cuál es el español que debe
adoptarse como canon. Porque es evidente que nuestra modernidad ya no
está marcada con el signo de la superioridad, sino con el de la
diversidad. Si damos por buena la idea de que toda la literatura
escrita en español no hace sino enriquecer nuestra lengua, ¿para qué
seguir insistiendo en que es deseable imponer a la literatura traducida
una lengua plana, desprovista de matices regionales, y que para colmo
no existe realmente en ninguna parte? Rentable sí lo es, pero insisto,
eso es harina de otro costal. La adopción de ese español “neutro” que
nos “invisibiliza” no es sino una imposición editorial por completo
ajena a nuestras preocupaciones. Sabemos de sobra que los editores
trasnacionales están ávidos de rentabilidad. Buscan que sus libros
traducidos se vendan en todas partes. Y harán cuanto esté a su alcance
para que sus lectores se sientan lo menos incómodos posible con textos
“ajenos” o “lejanos”.
Para terminar, acudiré a una precisión que me parece oportuna.
Suelo decir que un traductor “escribe” sus traducciones. No soy el
único que lo expresa así, por supuesto, ni el primero. Pero a fuerza de
repetirse, esta idea podrá ir ganando terreno y terminará algún día,
esperemos, por formar parte del imaginario colectivo. Cosa que hace
falta y que alguna utilidad práctica habrá de tener en el futuro. Esto
me ha llevado a decir, desde lo ético y no solo desde lo estrictamente
pragmático, que deberíamos hablar de “literatura traducida” más que de
“traducción literaria”. Al invertir el orden y transmutar las
funciones, dando la prioridad al sustantivo literatura y dejando el adjetivo traducida
en segundo término, logramos posicionar de mejor manera la idea de que
estamos hablando de un género, con plenos derechos. Es una manera de
decir a todos los involucrados en la cadena de producción y consumo del
libro, que la literatura traducida es reconocible como tal, lo que permite ubicarnos en un plano de igualdad y transitar hacia el reconocimiento del acto de traducir
como un elemento de igual valor al de todas las demás piezas del
complejo rompecabezas literario. Sobre todo ahora, cuando se está
hablando cada vez más de la supresión de los paradigmas de las
literaturas nacionales y se empieza a considerar válida la existencia
de un sistema internacional de traducciones.
Es urgente promover nuevas maneras de leer y considerar la
literatura traducida. Qué provechoso sería que tanto editores como
críticos y lectores entendieran que de una sola obra original pueden
derivarse gran cantidad de buenas traducciones, marcadas todas y cada
una con la impronta de sus traductores. Pienso en esa gran parábola que
es El jardín de senderos que se bifurcan, el primer texto de
Borges que se tradujo al inglés. Me atreveré a jugar con sus ideas,
subrayando lo necesario que es adoptar, ya, ahora, una idea más cercana
a las posibilidades reales de la literatura traducida. Hacerla que se
expanda, se abra, se vuelva “una red creciente y vertiginosa” de
traducciones “divergentes, convergentes y paralelas”. La riqueza y la
variedad del español de nuestro continente nos ofrecen esa maravillosa
oportunidad. Ya sé que por ahora no hay nada que esté más alejado de la
realidad. Esa realidad que se empecina en acabar con nuestros sueños.
Pero soñemos. Sí, tal vez ya haya llegado el momento de dejar de
prenderles veladoras a las traducciones maquiladas, castradas, sin
relieves, perfectamente vendibles. La literatura toda y nuestros
lectores nos lo agradecerán.
Artículo publicado originalmente en el número 2 de la revista Alkmene. Literatura y traducción, el 7 de abril de 2014:
http://www.revistalkmene.com/la%20literatura%20traducida.html
Arturo Vázquez Barrón
Traductor literario egresado del Programa para la Formación de
Traductores (PFT) de El Colegio de México en 1988. Profesor de
traducción literaria, dedicado a la formación de traductores literarios
desde septiembre de 1982 en el Instituto Francés de América Latina
(IFAL). En 1994 fundó el Diplomado en Traducción Literaria y
Humanística del CCC-IFAL, impartido desde 2010 conjuntamente con la
Casa Refugio Citlaltépetl. Fundador en 1999 del Centro Profesional de
Traducción e Interpretación (CPTI) del CCC-IFAL, en donde actualmente
es Coordinador de Formación de Traductores. Coordinador académico del
Seminario Internacional de Formación de Jóvenes Traductores, organizado
desde 2005 por el CPTI/CCC. Como traductor literario independiente,
forma parte del equipo de traductores del Fondo de Cultura Económica
(FCE), y traduce para la revista Istor y para la revista Líneas de Fuga,
editada por la Casa Refugio Citlaltépetl. Ha traducido y publicado,
entre otros, a Roland Barthes, Tahar Bekri, Albert Camus, Renaud
Camus, Aimé Césaire, Jean Cocteau, Claude-Louis Combet, Jean Echenoz,
Safaa Fathy, Jean Genet, Marcel Jouhandeau, Dominique Fernandez,
Georges Hyvernaud, Koulsy Lamko, Pierre Michon, Yves Navarre, Marie
Nimier, Patrick Raynal, Annie Saumont, Michel Tournier y Marguerite
Yourcenar.
A quienes quieran conocer más sobre las ideas de Arturo Vázquez, los invitamos a que vean el video de la charla que ofreció el 1 de agosto de 2012: "¿Es viable apostarle a un español neutro en la traducción de literatura?".
A quienes quieran conocer más sobre las ideas de Arturo Vázquez, los invitamos a que vean el video de la charla que ofreció el 1 de agosto de 2012: "¿Es viable apostarle a un español neutro en la traducción de literatura?".
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