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Nos comparte Dominique Bertolotti el siguiente artículo de Raúl Dorra, publicado el pasado 30 de junio en el número 159 de Crítica, que es la revista cultural de la Universidad Autónoma de Puebla. Pueden descargar el pdf de la revista en este enlace (el artículo está en pp. 90-112), o bien leerla en su formato de blog en este otro enlace. Saludos,
Lucrecia
Elogio de la traducción
Raul Dorra
Tomado de: http://revistacritica.com/contenidos-impresos/ensayo-literario/elogio-de-la-traduccion-por-raul-dorra
1. LA TRADUCCIÓN CONVERSADA
Aunque mi experiencia efectiva como traductor es más bien breve (ensayos y poemas casi siempre del francés, estos últimos buscados y trabajados como quien busca y trabaja su propio gusto), nunca han dejado de interesarme los arduos problemas referidos a esta actividad que está en el origen y en el desarrollo de la cultura, o las culturas. Observada la traducción en un sentido general, podría decirse que toda cultura es impensable sin ella puesto que una cultura, aun la más conservadora, es, necesariamente, un proceso de intercambios, un devenir sin finalidad preestablecida que adquiere dirección en su propio movimiento, mejor dicho, en su propio tempo. El tempo, en efecto, de dicho proceso puede ir de la extrema lentitud propia de las culturas llamadas primitivas, o frías, a la extrema aceleración tan propia de la cultura actual, aceleración a la que tratamos de adaptarnos o a la que tratamos de evitar, sin dejar de sentir, por el esfuerzo que nos cuesta una opción o la otra, que vivimos en –o sobrevivimos a– una cultura del exceso. Todo intercambio implica de algún modo una traducción que pone en juego bienes y valores, ganancias y pérdidas. Acogida como una necesidad de sobrevivencia, o buscada con entusiasmo, polimórfica, la traducción transforma con lentitud o con dinamismo el devenir de las culturas, y, por su propia gravedad, tiende incesantemente a reunirlas. Pero aquí no hablaremos de esa traducción polimórfica, ubicua, que cubre todos los aspectos de la vida social, sino de un caso de traducción particular, la traducción de la palabra, que es, al fin y al cabo, lo que entendemos de inmediato cuando hablamos de traducción.
Mi experiencia efectiva como traductor es breve, ya lo dije, y siempre feliz, acaso porque no es una profesión sino una oportunidad que me doy para conocer sobre todo la lengua que hablo y observar el grado de proximidad o lejanía que mantiene con otras. Pero dentro de esta breve experiencia hay una a la que quiero referirme especialmente, acaso porque fue la más gozosa y aleccionadora, la que me dio oportunidad de demorarme más en los detalles de esta labor y en consecuencia meditar más exhaustivamente sobre pequeñas y decisivas cosas, puesto que, más que una meditación, se trató de una diálogo sostenido por varias voces.
Hacia fines de 2003, y por iniciativa de Elena Bossi, reunidos algunos amigos en Córdoba, decidimos emprender la aventura de formar un equipo con el propósito de traducir a un grupo de poetas italianos, poetas poco conocidos a los cuales se había referido Antonio Melis en unas clases de la Maestría en Traduzione Letteraria que habían presenciado la propia Elena y Jorge Accame en la Universidad de Siena. Aunque no sabíamos de qué modo nos organizaríamos para trabajar, la iniciativa tuvo una respuesta favorable así como un desarrollo entusiasta, y ella desembocó en un libro titulado escuetamente: 5 poetas italianos, y subtitulado más sabrosamente: traducción y conversaciones. Tal libro fue publicado por Alción en 2005.
Para reunirnos en ese libro, primero decidimos reunirnos en un grupo cuyos integrantes (Jorge Accame, María Teresa Andruetto, Silvia Barei, Elena Bossi, Guillermina Casasco, Edwin Conta, Raúl Dorra y Gigliola Zecchin) tenían, tienen, sus domicilios en diferentes ciudades (Jujuy, Córdoba, Buenos Aires, Puebla), de modo que el diálogo no sería de boca a oreja sino de computadora a computadora para dar cuenta de poemas escritos por Stefano Dal Bianco, Alessandro Fo, Attilio Lolini, Nicola Muschitiello y Mario Specchio.
El caso es que la tarea que nos propusimos llevar a cabo se desarrolló presidida por la atracción de algo que no sabíamos a dónde nos iba a conducir, por el amor a la poesía, desde luego, y también a las licencias poéticas: la ocurrencia insólita, el buen humor, el gusto por preferir el camino menos práctico y menos económico. Así, coordinados por Elena Bossi y armados de máquinas disparadoras de correos electrónicos, cada uno en su lugar, emprendimos esa travesía. Considerando el conjunto de poemas que queríamos traducir, cada uno de nosotros eligió uno, o dos, para iniciar una especie de combate con el ángel. La idea era hacer, cada cual, una primera versión en castellano del poema elegido y girarla al resto del grupo para recoger opiniones, críticas y sugerencias. Debido a que, como era de esperarse, las respuestas hacían observaciones o proponían modificaciones con frecuencia no coincidentes, o que coincidían sin dejar de diferir, ello daba pie a un intercambio tan enriquecedor como disfrutable. Las vacilaciones eran muchas y las correcciones sugeridas pocas veces obedecían a un criterio racionalista o, digamos, simplemente gramatical: se trataba más bien de percepciones auditivas, de matices semánticos, de gradientes de sensibilidad o de criterios de adaptación. ¿Cómo traducir, por ejemplo, los dos últimos versos de “Il sogno della madre” de Stefano Dal Bianco: restate lì, non ve ni andate / e copritela con uno scialle? ¿Usar el vos, el tú, el ustedes? Escribir “¿cúbrela, tapala, arropadla, abríguenla? ¿Y cómo dar cuenta de scialle: chal, chalina, bufanda, o rebozo, si cada una de estas palabras evocan una imagen y, sobre todo una sensación diferente, más aún cuando se trata de proteger el sueño de una madre? Por ejemplo, alguien de nosotros encuentra que la palabra chal tiene un sonido abrupto y que, en cambio, chalina, “con sus tres sílabas”, suena como “más abrigada y envolvente”. Cada versión era, entonces, discutida, corregida, discutida una vez más, hasta que quien se había hecho cargo del poema consideraba que ya había terminado de asentir, de negar, de explicar, de vacilar, y, dando por acabada la conversación, ofrecía lo que consideraba su versión definitiva.
Esas conversaciones fueron, no hace falta decirlo, lo más enriquecedor y lo que más nos entusiasmaba. Pero al comienzo del libro decidimos presentar un plato fuerte que no recuerdo a qué hora lo cocinamos, aunque supongo que lo hicimos hacia el final, cuando ya nos sentíamos virtuosos en el arte de la traducción a ocho voces, o cuando decidimos dar por finalizado este, en el fondo humilde, esfuerzo. Elegimos para todos un mismo poema (“Pomeriggi” de Atilio Lolini) y cada uno de nosotros hizo su propia versión. Humildes o no, esas traducciones, esas conversaciones, aquel intercambio de palabras que nos aproximaba a lo que, sin pudor, llamaría lo inefable, fueron un aprendizaje que terminamos de apreciar cuando decidimos poner un punto final y vimos lo que habíamos hecho: no una obra sino un obrar; un camino siempre abierto.
2. PROBLEMAS DE LA TRADUCCIÓN
Considerados los problemas generales a los que nos aproxima el tema de la traducción, la experiencia grupal que acabo de resumir se sitúa, creo, en los dos extremos del trabajo del traductor: el de mayor y el de menor dificultad. La mayor dificultad la representa el hecho de que se trata de una traducción literaria, y sobre todo de poesía, forma discursiva que, entre otras características definitorias, tiene la de ser aquella que más explota la materialidad sonora de la palabra (su extensión, la disposición de sus sílabas y sus acentos, su velocidad, la dureza o blandura de sus consonantes, la oscuridad o claridad de sus vocales), y en ese sentido podemos decir que la poesía es profundamente intraducible puesto que, de una lengua a otra, esa materia se trabaja de una manera diferente. La atmósfera creada por el sonido (acentos de intensidad, extensión de las curvas melódicas, altura y duración de las vocales, transformaciones de la velocidad, rimas cuando las hay, en suma, las aventuras del significante) son, como cualquiera sabe, más decisivas para la significación del poema que los propios significados, fluctuantes, de las palabras. Considerados estos matices, se llega rápidamente a la conclusión de que no es posible pasar el sonido de una lengua a otra, por más próximas que ambas estén, y por eso Octavio Paz llamó a sus traducciones Versiones y diversiones, entendiendo la palabra di-vertir no en el sentido de divertimento sino en de di-verso. Y sin embargo…
Sin embargo José Emilio Pacheco se enfrentó al tantas veces traducido, o vertido, soneto “El desdichado”, de Gerard de Nerval, e hizo de él, en su libro Aproximaciones, una versión verdaderamente magistral en la que se dedicó a trasladar, en todo lo posible, esto es, contra todo lo imposible, el sonido del verso original; así, reprodujo el metro alejandrino (tan característico de la poesía francesa como el endecasílabo en la lírica culta castellana e italiana) y reconstruyó, con una sola variación en los tercetos, el sistema, y aun la sonoridad, de las rimas de modo tal que, trabajando el nivel fónico antes que el semántico, logró crear una pregnante atmósfera nervaliana al mismo tiempo que se dejó la libertad de escribir su propio soneto, un soneto, quiero decir, en el que en un impecable castellano reúne su propia voz con la voz del poeta francés:
Yo soy el tenebroso, el viudo inconsolado.
A mi abolida torre la desdicha me guía.
Cargo una muerta estrella y un laúd constelado.
Son estos negros soles mi aciaga astronomía.
Bajo la áspera noche, tú que me has confortado,
devuélveme el oleaje y el mar al que cubría;
la herida en que se ahonda mi grito desolado,
el confín de la hiedra que a una rosa se alía.
Porque ignoro mi nombre deshice mis cadenas.
El beso de la reina en la frente me ha ungido.
Si he soñado en la gruta donde arden las sirenas,
también perdí mi sombra en el río de las penas,
mientras la órfica lira conciliaba en su olvido
el rumor de la virgen y algún canto perdido.
En esta aproximación, Pacheco tomó decisiones osadas. Acaso las tomó porque el soneto de Nerval, casi como ningún otro poema escrito en francés, se ha convertido en un desafío para los poetas aficionados a traducir y por lo tanto el poeta mexicano contaba con el respaldo de las otras, muchas otras, versiones. O acaso porque quiso llegar hasta un límite que le permitiera ver su propio trabajo para juzgar distancias y cercanías, alejamientos y aproximaciones. De una o de otra manera esta versión plantea, y a la vez da su propia respuesta a la pregunta de cómo traducir un poema, qué es lo que se puede conseguir, qué es lo que se debe resignar. Traducir, sobre todo traducir un poema, es adentrarse en la aporía pues se trata de una imposibilidad a la que sin embargo es imposible renunciar. ¿Lo deploraremos o lo celebraremos? Frente a esto se puede afirmar que ese tan difundido como pernicioso y finalmente impotente epigrama: traduttore, traditore, es una broma que no oculta su orientación metafísica, orientación según la cual siempre habría un texto de origen, un texto incontaminado que no se puede trasladar sin corromper y, por lo tanto, la verdadera traducción, la única que, como la madre, no traiciona, sería una reiteración sílaba a sílaba del texto original, un texto de llegada idéntico al texto de partida. Pero, según nos informa Jorge Luis Borges, Pierre Menard escribió las mismas palabras que escribiera Cervantes en su célebre novela y sin embargo terminó contradiciéndola, no sabemos si a su pesar o si para enseñarle a aquellos epigramáticos que es imposible repetir, o incluso leer, un texto sin modificarlo.
En realidad, no sólo en la literatura de tradición popular sino en lo que llamamos literatura culta lo que tenemos son, siempre, inevitable y felizmente, nada más que variantes o manifestaciones de un texto virtual, es decir, un texto materialmente inexistente. Un poeta reproduce y transforma en sus poemas a otros poetas que ha leído y aquellos que lo leen hacen otro tanto. ¿Podemos decir que el poeta de algún modo tradujo a otros que lo precedieron? Bajtín advirtió que los hablantes de cualquier lengua se mueven siempre entre la palabra ajena y la palabra propia, que el habla –el enunciado como prefiere decir él– se construye sobre lo escuchado; que es necesario, agrego yo, hacer de la expresión verbal (así como, por ejemplo, de la gestual) una continua negociación entre lo que se repite y lo que se crea o se recrea. Por otro lado, como cada lengua tiene su historia, un texto escrito en un castellano suficientemente alejado de nosotros debe ser agiornado, bien haciendo de él una versión actualizada, o bien directamente leyéndolo pero en un contexto de tal modo diferente, asociándolo a escrituras y acontecimientos que vinieron después de la composición de dicho texto, que jamás lo recuperamos si es que no entendemos por recuperar el operar sobre las mismas palabras una profunda transformación de su sentido.
Ahora bien, antes de reflexionar, o acaso divagar, sobre la traducción en general, pero ya encaminándonos en esa dirección, me referiré a la parte blanda de nuestro trabajo en equipo, es decir lo que he llamado hace un momento el extremo “de menor dificultad”. En realidad, ya me he referido a él al hablar de nuestra familiaridad con lo que en la jerga de los traductores se suele llamar la “lengua de partida”, en este caso el italiano. El italiano es una lengua tan próxima a la nuestra que podría pensarse que ambas integran un mismo sistema, o un macro-sistema junto con las otras lenguas románicas a las que algunos se obstinan en seguir viéndolas como dialectos del bajo latín. En realidad, lo que podría decirse con menos precisión pero con más coherencia es que se trata de variantes idiomáticas. Por esa razón, si en vez de poemas italianos hubiéramos tenido la osadía de intentar traducir poemas escritos en lenguas más distantes (el alemán, el ruso, el vascuence, y otras aun cuya escritura no se base en la fonética, es decir, otras cuyas grafías no evoquen sonidos o los evoquen indirectamente), la empresa sin duda no habría sido tan divertida y lo más seguro es que hubiéramos terminado por abandonar, agarrándonos virtualmente de los pelos. De modo que no basta con pensar que en una traducción existe ese recorrido de una lengua a otra sino que, en primer término, resulta necesario calcular cuán largo y accidentado es dicho recorrido. Dado que actualmente un gran volumen de traducciones recorre un camino que empieza en el inglés y otro, importante aunque menos cuantioso, que va del portugués al castellano, lo accidentado del recorrido no parece un problema demasiado grande. El portugués en su origen se confundía con el gallego y, en cuanto al inglés, se trata de una lengua que, aunque en el léxico no haya terminado de desprenderse de sus raíces sajonas, su sintaxis es una simplificación de las sintaxis neolatinas y su entonación tiene un registro cercano a la entonación del español, lo cual es fácil de comprobar con tanto cine o video que nos ponen ante los ojos y las orejas donde quiera que nos movamos.
En cuanto al chino, lengua a la que penosa pero aceleradamente los traductores profesionales deben dedicarse a dominar (ya que pronto ella y sus hablante nos van a dominar a nosotros, y entonces los chinos ya no se esforzarán por comunicarse en inglés, como lo hacen ahora, sino que impondrán sus laboriosos ideogramas), el chino, digo, tiene la doble dificultad de que su escritura no está diseñada a partir de un sistema alfabético del tipo latino, como sí lo están el ruso, el árabe o el hebreo, aunque sus grafías sean diferentes. El chino no posee un alfabeto que reúna un relativamente breve número de grafías que evocan sonidos sino que tiene como signos de base un número muy alto de ideogramas, o sea signos visuales formados por trazos que sugieren unidades semánticas (o “ideas”). Como dice Geoffrey Sampson en su libro Sistemas de escritura, preguntarse cuántos grafos –o cuántos ideogramas– tiene la escritura china es algo que simplemente no puede responderse porque es como preguntarse cuántas palabras tiene la lengua inglesa. Un sistema irreductiblemente logográfico como el chino tiene una cantidad de caracteres prácticamente infinita aunque por razones convencionales se esté tratando continuamente de reducir su número con la intención de dejar sólo aquéllos que bastarían para entenderse en la comunicación habitual (que son los caracteres que aprenden los niños en la escuela), así como de simplificar las líneas de su trazo. Decididamente, un libro del tipo 5 poetas chinos. Traducción y conversaciones no habría podido escribirse, no al menos si sus autores tuviéramos que haber sido nosotros, con esos apellidos (Accame, Bossi, Andruetto, en fin). Ser traductor del chino (y sobre todo de poetas chinos) es otra historia, otra empresa que necesita de otros ingredientes, de herramientas indóciles y por lo mismo mucho más exigentes pero que al fin y al cabo terminan por manejarse porque, por más dificultades que presente la lengua a traducir, la traducción, si bien puede retardarse, nunca se detendrá.
De modo que no sólo la distancia idiomática sino la pertenencia a un tipo o sistema de escritura hace variar considerablemente el esfuerzo invertido en una traducción y eso crea numerosos problemas que, supongo, los especialistas en el tema han estudiado con detalle. Pero también hay que considerar (y creo que esto es lo primero en ser considerado) que cada texto pertenece a un género discursivo y que cada uno de ellos tiene características que hace más o menos dificultosa su traducción. No es lo mismo, para ir de extremo a extremo, traducir un poema que una carta comercial o una escritura pública, pues estos dos últimos tipos textuales siguen fórmulas preestablecidas que se repiten de un documento a otro, lo cual facilita considerablemente la tarea pues se trata de avanzar sobre frases más o menos previsibles. Todavía hay que agregar, en este panorama, que la materia tratada por el texto a traducir muchas veces exige una doble especialización. Un traductor de textos filosóficos o científicos requiere también de un conocimiento de la materia más o menos especializado. En este caso, la exigencia o la dificultad serán más o menos pronunciadas de acuerdo a quiénes vaya dirigido el texto. Si se trata de un texto escrito para un amplio espectro de lectores –un texto escrito por un científico no para sus colegas sino para un público más amplio– el conocimiento de la materia por parte del traductor puede ser, obviamente, menor o más general; pero si se trata de un texto escrito para un espectro restringido de lectores especializados, el traductor inevitablemente se verá obligado a un conocimiento más consistente y específico. La retórica antigua distinguía tres estilos generales del discurso o tres formas de construir un texto que, creo, se mantienen en la actualidad, con las necesarias adecuaciones: en primer lugar, el estilo que adoptaba el discurso cuando estaba dirigido a un interlocutor situado por encima del hablante y dotado de mayor autoridad (entonces, como ahora, el ejemplo típico era el discurso de un abogado que se dirige al juez así como, en nuestro medio, la redacción de una tesis que ha de ser evaluada por un tribunal); en segundo lugar, el estilo que adoptaba un discurso dirigido a un interlocutor situado a su misma altura y dotado de la misma autoridad, es decir a un par (un artículo, por ejemplo, de una revista científica); y, en tercer lugar, el que adoptaba un discurso dirigido a un interlocutor situado por debajo de su autor y al que había que ilustrar o aleccionar (por ejemplo, un texto didáctico). Estos estilos han recibido diferentes nombres que pueden sintetizarse en alto, medio y llano, estilos con características tan bien diferenciadas que, si se quieren traducir, lo que tendría que empezar por traducirse es precisamente el estilo, pues es en estos casos el factor más expresivo del discurso.
3. TRADUCCIÓN Y GLOBALIZACIÓN
Todo lo dicho me parece evidente aunque ahora la llamada globalización alienta una continua y creciente circulación de personas y de mercancías por lugares distintos y distantes de su origen, así como la tecnología de la comunicación expande la información y el diálogo a través de una red tan extensa y compleja que el destinador-destinatario de un mensaje no sabe dónde está situado aquél o aquéllos a quienes habla o responde. De tal modo, los caminos se vuelven más sinuosos, los estilos y aun las formas de escritura se entrecruzan, cosa que tiene como resultado la producción de mensajes altamente híbridos. En el primer caso, el de la globalización, es del todo frecuente que las mercancías circulen con indicaciones hechas en varias lenguas e incluso recurran a una forma de comunicación visual tan primaria como los pictogramas. Los pictogramas son trazos más o menos icónicos (dibujos, flechas, diagramas, etc.) tan despojados de fonetismo, o de lo que en un sistema articulado serían las unidades mínimas, que muchos gramatólogos convienen en excluirlas de los sistemas de escritura aunque hayan sido hechos para dirigirse a los otros y hasta construyan mensajes relativamente complejos. Grabados en la piedra, recortados en el tronco de los árboles, pintados sobre la piel, tales recursos, según todo hace suponer, fue la primera forma de inscripción comunicativa (con fines pragmáticos, políticos o rituales) que utilizaron los hombres. Sin embargo, debido a las formas de circulación de los mensajes y a la diversidad de áreas idiomáticas que deben cubrir, en la sociedad contemporánea los pictogramas proliferan: por ejemplo una simple caja de cartón o de lámina que contenga un novedoso objeto doméstico maquilado en algún sótano limeño, pero que llega de Singapur con etiquetas en inglés, siempre trae, para su buen manejo (por ejemplo para abrirla como corresponde), alguna frase instructiva que se repite en varios idiomas (chino, árabe, francés, portugués, castellano, etc.), la cual, a juzgar por lo que alcanzamos a leer en castellano, ha sido traducida por algún políglota de rigurosa incompetencia. Transcribo, para ejemplo, el comienzo de unas instrucciones que en vano, y no ya en busca de ayuda para un usuario sino por curiosidad de lingüista aficionado, traté alguna vez de descifrar: “Paso No.1: Jale el bordo central. Paso No.2: Voltearlo hacia adentro de la misma”, y así el resto. Justamente por ello, previendo las pifias del políglota, o a veces reforzándola, la instrucción para el buen uso agrega una serie de flechas, líneas punteadas, círculos, alguna mano suelta con el dedo índice levantado, al igual que otras indicaciones visuales tan meticulosamente desorientadoras que el desconsolado usuario termina abriendo la caja con un cuchillo, un punzón o un serrucho, después de haber advertido que recurrir a las patadas sólo sirve para descargar el mal humor, no para abrir la invicta caja. Y para el caso en que la mentada caja contenga objetos más sofisticados –sobre todo aparatos electrónicos–, con seguridad el usuario encontrará, además, un manual, donde a las instrucciones dadas en diferentes idiomas, y siguiendo un orden inefable, se le suman pictografías más complejas: dibujos de las partes del aparato en cuestión atravesadas por líneas que terminan en una botonera, en un dial, en una aguja que mide alguna cosa, a lo que se le agregan algo así como caricaturas que simulan personas, o pedazos de personas (brazos, pies, torsos con sus respectivas cabezas, una cara que exagera el gesto de una profunda y casi asustada concentración y en seguida otra, ésta sonriente, triunfante, que expresa algo así como: “¡Eureka!, ¡ya le encontré la vuelta!” Y es el momento en que el usuario entiende lo que debe hacer: buscar la libreta del teléfono y pedir auxilio a algún amigo graduado en ingeniería electrónica o simplemente menos torpe que él en el manejo de aparatos.
Pero escrituras o no (caritas sonrientes que nos sugieren que el mundo, lejos de ser feroz, es una fantasía de Disney, animalitos que exhiben miradas lánguidas y cartelitos con palabras tan tiernas que no hay corazón que se resista), las pictografías, digo, se han hecho imprescindibles en este mundo globalizado porque, según también se supone, ellas no necesitan de un traductor aunque sí necesitan del manejo de ciertas elementales convenciones. Todo ello, trabajosa o desaseadamente, también forma parte del mundo de la traducción pues estamos en presencia de la circulación de mensajes cuyos códigos es necesario aprender y trasponer.
En cuanto a la comunicación que circula en la red, en ella se da una continua hibridación para construir mensajes según las circunstancias lo requieran. En una sesión de chat –sin duda cualquiera lo sabe mejor que yo– se mezclan diferente sistemas de escritura (logografías, fonografías, pictografías), así como recursos de los que se echa mano en el momento: palabras abreviadas con símbolos numerales, neologismos ad-hoc, invenciones jergales. Aquí toda gramaticalidad queda de lado, ya sea por ignorancia o por apuro pero más seguramente por un afán de expresividad para la cual la gramática deja de ser una norma para convertirse en un estorbo. Se trata de un continuo cifrar y descifrar por parte de los interlocutores, de una continua invención y una continua traducción. ¿Pero traducción de qué a qué? ¿De un sistema otro, de un código a otro? En realidad se trata de un código que se va creando y transformando a medida que el diálogo avanza, mensajes que activan la función fática, la función expresiva y la función conativa, y que reúne a dos o más constructores de un lenguaje único y plural, eficaz pero efímero con el cada uno trata de aproximarse al otro hasta casi tocarlo (las groserías, por ejemplo, tan frecuentes en este lenguaje, son un modo de tocar y aun de sacudir al otro) ignorando con toda decisión que se trata de una acción puramente virtual. Se podría hablar de una intratraducción (si la palabra no sonara tan feo) compartida y volátil puesto que los códigos son por completo fluctuantes y acomodados al momento, un momento en el que domina la pulsión erótica y la pulsión retórica del lenguaje. Aquí menos que nunca se podría decir que hay un traduttore y un posible traditore porque no hay texto de origen ni de llegada sino un mensaje que se construye ahí, en el momento en que se devora a sí mismo.
Pero la globalización, combinada con la tecnología, ha hecho proliferar otra práctica de la traducción. Me estoy refiriendo a la traducción que suele especificarse como “interpretación” y que yo prefiero llamar vocalizada. Esta variedad de la traducción (en la que el traductor vierte a una lengua lo que alguien está diciendo en otra) puede ser segmentada o simultánea y requiere de un entrenamiento especial actualmente muy cotizado. Dado que el mundo se encuentra en un continuo pero al parecer insuficiente estado de catástrofe, se ha hecho cada vez más necesario que los personajes llegados de diferentes partes del mundo con especialidades confusas –presidentes, embajadores, secretarios de Estado y otra gente de parecido pelaje– se reúnan para desarreglarlo un poco más con sus decisiones o recomendaciones. Y para que todos entiendan las cosas que ahí se dicen, esta forma de traducción, imprescindible, se vuelve objeto de una demanda creciente. Yo nunca he ejercido la traducción vocalizada, así como tampoco he sido copista, pero he pensado un poco en ambas profesiones y me ha parecido que, por más que estén tan alejadas entre sí en tantos sentidos, el traductor vocal ha de tener un entrenamiento parecido al de los copistas de la antigüedad porque ambos deben ejercitar la memoria inmediata, una memoria que, en el caso ideal, tendría que funcionar tan espontáneamente, o tan automáticamente, hasta volverse una suerte de memoria ciega. El trabajo del copista consistía en pasar sus ojos sobre una superficie escrita y memorizar los trazos de manera tan veloz que pudiera reproducirlos de corrido y, por decirlo así, sin ser consciente del gasto memorístico que esto suponía. El traductor vocal, sobre todo si traduce simultáneamente, ha de recoger, por su parte, los sonidos de una lengua y, en el caso ideal, dejar que esos sonidos se conviertan en su boca en sonidos de otra lengua de tal modo que se borre de su conciencia el gasto de memorización y de transformación que eso supone, pues tanto el copista como el traductor, así como continuamente memorizan, deben continuamente olvidar lo que acaban de tener en la memoria para hacerle lugar a lo que sigue. De este modo la memoria se llena y se vacía todo el tiempo pues, para seguir avanzando, la escritura o el habla que continuamente trasladan, continuamente debe ir quedando atrás. Se trata, para mí, de un ejercicio admirable, y también paradójico pues la memoria que es, precisamente, el órgano de la retención, en estos casos recoge y da salida prácticamente sin retener. Claro que entre el copista y el traductor vocal hay una diferencia de fondo. Dado que el copista debía recoger y trasladar las grafías de una página a otra sin transformarlas, podía realizar este ejercicio sin conocer la lengua que estaba transcribiendo. El traductor vocal, por su parte, realiza una operación de pasaje y de adaptación entre dos lenguas que conoce y que domina.
Es claro que la traducción vocal, si bien se multiplica por las exigencias de la globalización no es, ni mucho menos, una invención de ésta. Por el contrario, desde siempre, desde que una comunidad –llevada por un afán de conquista o de comercio– entra en contacto con otra que habla un idioma diferente, se vuelve necesario un intercambio de mensajes, y dado que el lenguaje gestual resulta demasiado precario y por lo tanto insuficiente, siempre fue necesario que alguien de una comunidad tanto como alguien de la otra, ambos dotados de una alta capacidad para apropiarse del idioma del otro, sirviera como puente, es decir, asumiera el papel de traductor. Los pueblos nómadas, las comunidades que se expandían en la caza o la conquista, siempre debían disponer de lenguaraces, hombres conocedores o poseedores de una especial habilidad, para aprender en breve tiempo y usando técnicas más o menos espontáneas una lengua hasta hace poco desconocida. La historia de México está marcada, en su origen, por la conducta de la indígena llamada Malintzin, más conocida como la Malinche, esa mujer dotada de belleza física y de habilidad verbal a la que Cortés hizo su amante y su lenguaraz, lo que le sirvió de manera decisiva para sus expediciones de conquista.
4. GRANDES MOMENTOS EN LA HISTORIA DE LA TRADUCCIÓN
Pero hablando de traducciones vocales, yo no conozco (aunque seguramente lo habrá) otro caso más llamativo, más impresionante que el de la lectura de la Biblia hebrea, y más precisamente de la Torah (La Ley), en las ceremonias sabáticas que se llevaban a cabo en las sinagogas en los siglos que precedieron al nacimiento de Jesús. En efecto, debido a que a fines del siglo V antes de nuestra era Darío, el rey persa que permitió el retorno de los israelitas desterrados en Babilonia, ordenó que en todo el territorio palestino y otras zonas aledañas se hablara el arameo imperial, esos israelitas, salvo los eruditos rabinos, terminaron de alejarse del idioma hebreo (sobre todo del hebreo hablado en los tiempos de Moisés) y de adoptar el arameo. Por lo tanto, ya no podían llegar a los libros bíblicos sin pasar por esta variante del arameo, razón por la cual se lo conoció también como arameo bíblico. Poco después de la muerte de Darío, el gran rabino Esdras, comisionado por el emperador Artajerjes, reorganizó, o más bien organizó, la liturgia judía y, entre otras medidas, dispuso que el targum (traducción aramea del original hebreo) formara parte de esa liturgia. Así, en la ceremonia sabática en la que se avanzaba, sábado a sábado, en la lectura de La Ley y de Los Profetas, a esta lectura hecha directamente sobre el texto sagrado por quien ejercía la función de qore, se le agregaba la tradución aramea hecha por el metargumen. Este último debía ser una persona diferente, ocupar un lugar inferior y hablar (no leer) en voz más baja, alternándose con el qore, versículo tras versículo. La traducción del metargumen debía guardar un siempre conflictivo equilibrio entre lo literal y lo improvisado, pues no podía caer en un extremo ni en el otro. “Quien traduce el versículo literalmente –había sentenciado el rabí Yehudas desde su gran autoridad– es un falsificador, y quien añade palabras a su antojo es un blasfemo.” De modo que la traducción aramea del hebreo tenía que avanzar siempre sobre una cuerda floja .
Pero la historia de las traducciones de la Biblia, debido a los desplazamientos tanto como a la expansión del pueblo hebreo y posteriormente, sobre todo del cristianismo, estaba destinada necesariamente a ser una de las grandes y renovadas aventuras del espíritu. Ya hacia el siglo III antes de nuestra era, a raíz de las deportaciones decretadas por los emperadores persas que ocupaban una y otra vez el suelo palestino, gran parte de la población se hallaba dispersa en grandes ciudades como Babilonia y más tarde Alejandría de modo que, con el tiempo, las sucesivas generaciones ya no hablaban tampoco el arameo sino el griego. Así, para mantener la piedad, necesitaban ahora con urgencia tener acceso a la escritura sagrada a través de la lengua que Alejandro Magno, con sus grandes expediciones y conquistas, expandiera por prácticamente todo el medio oriente. De modo que, ya desde mucho antes de la era cristiana, se habían emprendido varias traducciones a esta lengua, la griega, que, diríase, había llegado para quedarse. Ninguna de estas traducciones, sin embargo, alcanzó la autoridad de la llamada Biblia de los Setenta o Septuaginta, traducción que fue recibida como fruto de la inspiración del Espíritu Santo, y, declarada por la autoridad rabínica, también ella sagrada como la hebrea, lo cual no es poco decir. Lo que más colaboró para otorgarle este privilegio fue una leyenda piadosa entre cuyas virtudes se contaban la eficacia publicitaria y otras estrategias que de cualquier modo respondían a una necesidad de la fe. Según esta leyenda, que tendría su origen en una supuesta Carta de Aristeos (un tal Aristeos del que no se tiene ningún dato), setenta y dos sabios llegados a Alejandría desde Jerusalén se encerraron en celdas separadas y trabajaron durante setenta y dos días al cabo de los cuales cada uno de ellos había realizado una traducción exhaustiva y de tal modo idéntica a la de los otros que no podía dudarse que todos habrían recibido, palabra tras palabra, la misma inspiración divina.
Desde entonces fue lícito plantearse esta pregunta: ¿qué lengua hablaba Yaveh? ¿No era acaso la que hablaban los miembros del pueblo hebreo y sólo ellos desde que sólo a ellos eligió para sellar un pacto proclamado desde el Monte Sinaí con una voz de tal tamaño y poder que arrancaba las piedras e incendiaba los árboles y a la que únicamente Moisés podía resistir? ¿En qué otra lengua pudo haber compuesto Moisés esos cinco libros en los que trató de infundir el vértigo proveniente de aquellas palabras que quedaron grabadas en unas tablas de roca? Pero, por lo visto, si bien paralizó a los israelitas (según consta en el libro del Éxodo 20:19, los israelitas dijeron a Moisés: “Habla tú con nosotros y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros para que no muramos”), ese poder de la voz de Yaveh no fue suficiente para detener la actividad de los traductores porque, después, aquellas inviolables palabras escritas por el propio dedo del Señor no sólo fueron traducidas al griego sino, inexorablemente, a todas las lenguas, incluida la italiana, aunque no estoy seguro de que fuera el italiano utilizado por nosotros en nuestra traducción. De una o de otra manera, todo esto me sugiere que la profesión más antigua del mundo no es la que muchos dicen, sino la traducción. La más antigua y la que tiene, por otra parte, más o, al menos, mejor futuro.
Pero volviendo a esta gigantesca epopeya de las traducciones bíblicas, y al mismo tiempo abreviando, sólo recordaré dos, que fueron verdaderamente dos prodigios con vastas consecuencias no sólo para la expansión de la cristiandad y de sus principios doctrinarios sino para el futuro de las lenguas en que estas traducciones fueron hechas. Hacia el siglo IV, Ulfilas, el obispo godo que realizaba una intensa tarea de propagación del evangelio entre los escandinavos formados en las tradiciones célticas, decidió emprender la traducción de la Biblia en una lengua que carecía de escritura y debió, para ello, inventar un alfabeto, el alfabeto rúnico, a partir del cual Ulfilas reconstruyó un léxico, trató de normar una sintaxis y sobre todo modificó el sentido con que una población no sólo analfabeta sino indócil debía acoger las palabras que salían de la boca de los pocos individuos alfabetizados que estaban en condiciones de leerlas en voz suficientemente alta y con una entonación suficientemente adecuada como para operar un cambio no sólo en los hábitos cotidianos sino en el modo de conocer el mundo. A esta traducción, a esta epopeya letrada protagonizada por el obispo godo, de la cual pocos guardan memoria, se refirió someramente Borges en su libro Antiguas literaturas germánicas.
En cambio, de la otra gran traducción a la que quiero referirme, nadie, al menos en el mundo cristiano, ha dejado de hablar hasta hoy, porque con ella la Iglesia, mejor dicho la institución del papado, se fracturó sin remedio. Hablo, desde luego, de la traducción de Lutero. Para esta empresa que era un elemento central en su lucha reformista, Lutero debió enfrentarse no sólo al poder de la curia romana y de los prelados alemanes sino a su propia lengua, a la que debió refundar para que las escrituras fueran accesibles a una lectura privada y a una interpretación –¿diríamos traducción?– libre. Comoquiera que haya sido, la Biblia de Lutero significó, entre otras cosas trascendentes, el paso del alemán medio al alemán moderno y por ello podría decirse, no sin fundamento, que la lengua que hablan hoy los alemanes comienza en la Biblia de Lutero. ¿Lutero traditore? Muchos gustosamente piensan así pero casi nadie refiriéndose a sus proezas como traductor sino a las irreversibles consecuencias de su prédica reformista.
En fin, no quisiera terminar este corto recorrido por capítulos memorables de la traducción sin referirme a otro tan importante como singular en la historia de la cultura en el que, de paso, volvemos a encontrar la traducción vocal pero esta vez combinada con la escrita en un muy curioso proceso. Tal capítulo se desarrolló en Toledo, hacia el siglo XII. Toledo, una ciudad largamente famosa pues había sido capital del antiguo reino visigodo antes de ser una importante capital del mundo árabe en la que destacaban las grandes y magníficamente provistas bibliotecas que recogían todas las expresiones de las artes y la ciencias del mundo antiguo. Según refiere Ramón Menéndez Pidal en su libro España, eslabón entre la cristiandad y el Islam, en esas bibliotecas estaba, traducida al árabe, toda la ciencia griega que los cristianos habían tratado de ignorar porque se referían a las leyes de la naturaleza: estaba la física de Aristóteles, la geometría de Euclides, la astronomía de Tolomeo. Y también, de primera mano, los conocimientos desarrolladas por los propios árabes, como la ciencia médica cultivada por Avicena, la polifacética filosofía de Averroes y sus célebres comentarios de la obra de Aristóteles, pero también lo que los árabes habían recogido de la cultura china y de la cultura indostánica. Esta urbe tan favorecida, Toledo, fue la primera gran ciudad musulmana en caer en manos de los cristianos en plena guerra de reconquista de sus antiguos territorios y una de las que más fructíferamente reunió, como Granada o Córdoba, tres grandes núcleos poblacionales integrados por árabes, cristianos y judíos. En este trío, los que mediaban en las relaciones siempre tensas entre árabes y cristianos fueron los judíos, sobre todo los judíos cultos. Un siglo después de esa reconquista tan ventajosa para los cristianos (perdieron una ciudad relativamente pobre y más bien bárbara y la recuperaron refinada, rica y espléndidamente culta), el arzobispo que pasó a la historia con el nombre de Raymundo comenzó la empresa de allegarse traductores y escribas para pasar los caracteres árabes a las grafías latinas. Pero el que verdaderamente encontró un modo más eficaz de cruzar ese puente fue, años después, el canónigo de la catedral de Toledo, Domingo Gonzalvo, más conocido como Gundisalvo. Dado que los cristianos no conocían el árabe y que ni los árabes ni los judíos conocían el latín pero los tres grupos se entendían en la lengua romance hablada en las regiones castellanas, Gundisalvo, en general buscando el auxilio de un judío arabizado, se hacía leer en voz alta el texto árabe pero transformado en romance castellano. El judío, pues traducía en voz alta el árabe al romance y Gundisalvo, mientras escuchaba esas palabras familiares, las iba escribiendo, laboriosamente, frase tras frase, en un cuidadoso latín. ¿Traduttore traditore? El caso es que este recurso ideado por Gundisalvo en el que había una escritura culta de origen, una suerte de dialecto vulgar que servía como lengua de pasaje y otra escritura culta como escritura meta, dio lugar a una peculiar actividad conocida como Escuela de Traductores de Toledo. Aquella escuela, sin duda, no estaba tan organizada como una Facultad de Lenguas que tiene sus horarios, sus programas y calendarios, porque lectores y traductores toledanos comenzaban su jornada cuando hacían un alto en otras actividades y las acababan probablemente cuando uno tenía la boca ya demasiado seca o el otro los dedos ya muy acalambrados. Pero esta pasmosa, tal vez única, manera de traducir dio un impulso también irreversible a la cultura, y aun a la civilización, de la Europa cristiana por esos días tan atrasada con respecto a la cultura árabe o a la hebrea.
5. NUESTRO APORTE A LA ÉPICA DEL TRADUTTORE
Uno no es Gundisalvo ni mucho menos Ulfilas, pero algún grano de arena puso a favor del desarrollo de la traducción. Aunque sólo fuera escribir este artículo, que es una especie de apología o, más exactamente, un testimonio de admiración por la secular actividad de los traductores sin la cual, como dije, no podría concebirse la cultura. La palabra traducir es de origen latino, como la mayoría de las palabras de nuestra lengua, y su raíz proviene del verbo ducere (llevar) por lo que, de acuerdo a su etimología, vendría a significar literalmente llevar a través. Esto nos sirve apenas de orientación, pues el uso ha hecho que la palabra traducir evoque inmediatamente el hacer pasar las palabras de una lengua a otra. Pero aun esta aclaración no tiene en cuenta la raíz didáctica y por lo tanto ética y cognocitiva de la traducción. Porque, así como la entendemos, se trata de un acto de conversión verbal que permite no sólo expandir sino reunir el saber de los hombres, traer al ámbito de lo conocido aquello que de otro modo permanecería cifrado por grafías que están, en mayor o menor grado, fuera de nuestro entendimiento y por lo tanto seguirían perteneciendo al orden de lo desconocido. Por eso también, incluso dentro de nuestra misma lengua, cuando alguien se expresa con palabras que nos resultan de difícil acceso y otro las transforma, así sea aproximadamente, en palabras que nos resultan más accesibles, decimos que lo traduce, lo cual es un acto de pasaje y un gesto de solidaridad hacia los que, sin ese gesto, quedarían excluidos del mensaje.
Moviéndose en sentido contrario a este trabajo de clarificación verbal, hay lenguajes de ocultación, intencionados o no, que van desde el lunfardo en su primera fase, cuando era un habla practicada por marginados que no distinguían si una palabra era de raíz hispana o una deformación de alguno de los muchos dialectos del italiano con los que tenía una incierta familiaridad, hasta las formas herméticas que tienen la expresa intención de hacer que tal o cual tipo de mensajes permanezca en lo oculto, inviolable para los ignorantes y accesible sólo a unos pocos iniciados. Hablas intransitivas, lenguajes de exclusión que trazan un límite entre el adentro y el afuera, entre lo propio y lo extraño, todo lo cual proviene de una ideología de la retención. La traducción, en cambio, corresponde a otra ideología del conocimiento, una ideología de la transitividad y de la circulación distributiva. El saber, según ello, sería un bien que se construye y se enriquece en la medida en que se comunica o, mejor dicho, que se distribuye, lo que, de paso, supone que todos los hombres están dotados y aun llamados para, y por, ese saber. Galileo decía que la naturaleza se expresa en lenguaje matemático y esto significaba para él que sus leyes eran potencialmente accesibles a todos los hombres, pues supuestamente todos podían, o pueden, acceder a la matemática. Ello motivó, como se sabe, un enfrentamiento entre este sabio obstinado y polemista y una Iglesia todopoderosa y retentiva para la cual todo estaba cifrado desde un principio, y definitivamente, en las palabras de un Dios aristotélico cuya interpretación había quedado bajo la custodia de la curia romana. Y aunque para mí las matemáticas, a la verdad, son igualmente misteriosas, reconozco en Galileo la decisión de convertirse una suerte de traductor.
Obstinado polemista, Galileo Galilei hablaba un italiano que yo para nada estoy seguro de poder traducir, ni siquiera entender, porque él hablaba en voz alta, mezclando muchas veces autoridad y cólera de modo que, oyéndolo, hubiera comenzado a dudar de mi italiano manchado por la indecisa niebla del riachuelo. De cualquier manera, también más tarde dudé de mi pobre italiano aunque me supiera, me sepa, de memoria el famoso soneto que Dante dedicó a Beatrice y aunque estuviera ante amigos queridos que compartían no sólo mis gustos y mis conocimientos sino ese dichoso viaje en el que, entre conversación y conversación, tratábamos de analizar las sutilezas de la lengua italiana en aquellas otras palabras escritas en voz baja y con entonación lírica. Yo, del conjunto de poetas que habíamos seleccionado para traducir, elegí un poema de Alessandro Fo titulado “Il nemico della ballena” (“El enemigo de la ballena”), que era un breve poema de amor y de muerte en el que Ahab explica que no es él el que persigue a la ballena sino que es ella, la ballena, la que, impulsada por el amor, va tras él en busca de ese arpón que la aniquilará, pues el amor, como la literatura nos lo ha enseñado, es una secreta búsqueda de la muerte pero de la muerte vivida como plenitud gozosa. Armado, recuerdo, de esos bellos sentimientos emprendí mi versión castellana y se la mostré al resto del equipo. También recuerdo que Jorge, Elena y Gigliola (es decir, la vanguardia itálica del grupo) me dijeron enseguida: tu traducción está muy bonita y tu mayor acierto fue haber elegido un poema más bien breve; si no te molesta, yo en tu lugar la cambiaría toda.
Y cada uno, en efecto, hizo otra versión y me la envió, ahí delante de todos los otros, explicándome por qué me proponían poner esto en vez de aquello. Yo les expliqué que había querido mejorar un poco el original (he dicho al comienzo que nuestros poetas italianos eran poco conocidos, agrego ahora que, jóvenes, aún no tenían un dominio maduro del oficio) no sólo para desviar la conversación llevándola a un tema que, entre veras y bromas, no me parece tan ilegítimo, sino porque en algún punto era, en este caso, cierto. El caso es que al original que decía, que dice:
non sono io, Achab
–que la inseguo
mosso da una molla ch’è poi amore.
Il suo nemico è quello che lei insegue,
l’arpione che la fugge
o ostenta amore
ma senza amarla.
Soltanto lui può davvero
annientarla,
imaginando, a pesar de todo, mejorarlo un poquito, sobre todo eliminando esa suerte de rima final (amarla-annientarla) tan marcadamente extraña a la sonoridad del resto del poema, lo dejé como sigue:
no soy yo, Ahab
–que la persigo
impulsado por un arco que es al cabo amor.
Su enemigo es aquel que ella misma persigue
el arpón que la esquiva
–o que ostenta amor
mas sin sentirlo.
Sólo él puede en verdad aniquilarla.
¿Qué hacer con alguna frase, algún verso, que nos parezca algo fallido, es decir que no responde al propio espíritu de la versión que estamos tratando de verter a nuestra lengua? Yo me he planteado varias veces esta pregunta traduciendo artículos para una revista de estudios semióticos que editamos en Puebla. Me he preguntado, por ejemplo, si cuando uno advierte que en el original hay alguna redundancia, alguna oscuridad o alguna incoherencia en las frases, uno debe dejarlas así, incluso con el riesgo de que esos fallos sean atribuidos al traductor. Por fortuna, en la mayoría de los casos, dado que se trata de artículos que provienen de investigadores que están en actividad, se puede discutir esto con el propio autor que, tras ese diálogo, hasta puede llegar a convencerse de que su artículo le quedó mejor en español que, por ejemplo, en francés. ¿Corregir? Es una pregunta que, con mucho cuidado, uno podría hacerse: ¿cuándo, hasta qué límite y en razón de qué? Es cierto que, en la mayoría de los casos, un traductor no cuenta con la ventaja a la que acabo de referirme (la de poder discutir con el autor) aunque la pregunta siempre se plantea. También hay que considerar que a veces uno se encuentra con textos incompletos, o con más de una versión del mismo texto, o con un texto anónimo donde se puede percibir que pasó por varias manos antes de llegar a nuestros ojos; en fin, cuando uno ve el trabajo de reconstrucción de ciertos textos (incluso escritos en nuestra propia lengua) se hace cada vez más preguntas al tiempo que toma cada vez más precauciones. Pero volviendo a la ballena malherida y al atribulado Ahab, desde luego que atendí y agradecí las propuestas que me hicieron llegar, y que hice una nueva versión tomando y dejando según me parecía apropiado. Y supongo que, como en todos los otros casos, en nuestro libro esta nueva versión quedó mejor que la presentada en primer término. Del mismo modo que espero que, después de leer este trabajo, o mientras lo lee, el lector pueda mejorarlo con su propia lectura y sobre todo enriquecerlo con más propuestas acerca de ese paso muchas veces crucial que supone una traducción. Y sobre todo acompañarme en este elogio.
Tomado de: http://revistacritica.com/contenidos-impresos/ensayo-literario/elogio-de-la-traduccion-por-raul-dorra
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