Nos llega desde Argentina, vía Silvia Senz Bueno, el siguiente Manifiesto por una soberanía idiomática de Argentina y América Latina, publicado en Página 12, en el que se repasan y explican mecanismos y personajes de la apropiación de nuestra lengua por parte de instancias españolas.
Como hemos visto por muchos artículos, en Argentina hay una actitud militante contra estas posturas colonialistas mediante la lengua. Pueden encontrar muchísimas notas al respecto en el blog del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, a cargo de Jorge Fondebrider (http://clubdetraductoresliterariosdebaires.blogspot.mx/), así como en el de Eduardo Kragelund (http://kragelundonlinerae.blogspot.com.ar/), que tiene una sección llamada "Me tenés podrido, me tenés", dedicada a sacarle los trapitos al sol a la RAE.
¿Qué posturas o actitudes tenemos en México acerca de este asunto?
Por una soberanía idiomática
Tomado de Página 12 en línea, 17 de septiembre de 2013
Escritores, intelectuales y académicos, entre otros,
plantean “la necesidad perentoria de establecer una corriente de acción
latinoamericana que recoja la pregunta por la soberanía lingüística
como pregunta crucial de la época”. Proponen la creación de un Instituto
Borges y la apertura de un foro de debate en el Museo del Libro y de la
Lengua.
I
El lema actual de la Real Academia Española (RAE) es “Unidad en la
diversidad”. Lejos del purista “Limpia, fija y da esplendor”, el de hoy
anuncia la mirada globalizadora sobre el conjunto del área idiomática.
Podría entenderse como enunciado referido al carácter pluricéntrico del
español, pero como al mismo tiempo la RAE define políticas explícitas en
la conformación de diccionarios, gramáticas y ortografías, el matiz de
“diversidad” que propone termina perdiéndose en el marco de decisiones
normativas y reguladoras que responden a su tradicional espíritu
centralista. Las instituciones de la lengua son globalizadoras cuando
piensan el mercado y monárquicas cuando tratan la norma. La noción
pluricéntrica, entendida en sentido estricto (diversos centros no
sometidos a autoridad hegemónica), queda cabalmente desmentida entre
otros ejemplos por el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005), en el
que el 70 por ciento de los “errores” que se sancionan corresponde a
usos americanos. El mito de que el español es una lengua en peligro cuya
unidad debe ser preservada ha venido justificando la ideología
estandarizadora, que supone una única opción legítima entre las que
ofrece el mundo hispanohablante.
En la tradición del pensamiento argentino esto se ha debatido
profusamente. Desde la intervención de Sarmiento sobre la necesaria
reforma ortográfica hasta la afirmación del matiz en Borges, la
condición americana de nuestra lengua no estuvo exenta de querellas.
Para los hombres del siglo XIX, se trataba de sacudir la condición
colonial de esa herencia y por ello emprendieron la búsqueda de formas
atravesadas por otros idiomas. Pero si coquetearon con el francés, se
asustaron con el cocoliche, y aún más con la idea de que la diferencia
provenía de los diversos mestizajes y contactos con el mundo indígena.
Las discusiones sobre la lengua fueron discusiones sobre la nación.
Durante el siglo XX, los debates sobre la lengua también fueron en gran
medida debates sobre las instituciones y sobre el papel del Estado
nacional. La emergencia de voces que propugnaban por una “soberanía
idiomática” tuvo un momento de condensación cuando el gobierno peronista
enunció, en 1952, el objetivo de crear una Academia Nacional de la
Lengua para que produjera instrumentos lingüísticos propios.
Cuestionaba, así, a las academias normativas existentes, en particular a
la Real Academia Española.
Son y no son nuestros debates. En este momento, la crítica a España
no debería abrir posiciones de retorno a esos énfasis nacionales. Que
por un lado creían en las nuevas amalgamas y por otro tendían a borrar
toda diferencia interna, negando, para ser nacionales, la heterogeneidad
étnica y cultural de las poblaciones habitantes del territorio. Nuestra
contemporaneidad, signada por intentos novedosos de integración
sudamericana, en la que por primera vez la región se ha dado
instituciones políticas de articulación (el Mercosur, la Unasur, el
ALBA) abre una perspectiva fundamental: la de considerar la cuestión de
la lengua a nivel regional, como dimensión de esos procesos en los que
frente a la globalización mercantil se forja una alianza entre los
países de la región.
Una región en la que hay dos lenguas mayoritarias, el portugués y el
español, y lenguas indígenas que trascienden las fronteras nacionales,
como el quechua, el mapuche, el guaraní, merece políticas de integración
y comunicación, apostando al bilingüismo y al reconocimiento de lo
plural y cambiante en los idiomas. La lengua es el campo de una
experiencia y la condición para la constitución de sujetos políticos y, a
la vez, una fuerza productiva.
II
Valoración política de la heterogeneidad más que festejo mercantil
de la diversidad. Eso reclamamos. No sólo en lo que hace a territorios
nacionales en los que coexisten lenguas indígenas y lenguas migratorias.
También afirmación de la heterogeneidad en los usos literarios y
expresivos. La idea de un “castellano neutro”, usada en los medios de
comunicación y en algunos tramos de la legislación, termina situando una
variedad –en general la culta de las ciudades– en ese lugar sin
comprender su propia condición relativa y arbitraria. En la oralidad
borra las diferencias regionales y en la escritura funciona como llamado
a un aplanamiento de la capacidad expresiva en nombre de la
comunicación instrumental.
Allí funciona, como es posible ver en las industrias editoriales y
en los medios de comunicación, una estrategia de mercado que no supone
menos homogeneización y supresión de las diferencias que las viejas
instituciones estatales y sus controles disciplinarios. La integración
latinoamericana, como horizonte necesario de las políticas nacionales,
supone una conjunción de esas heterogeneidades y no su olvido en nombre
de una globalización sin asperezas ni rugosidades.
Así como hay discusiones en curso sobre los medios y sobre la
Justicia, creemos necesario constituir un foro sobre las cuestiones que
hacen a las políticas de la lengua. No es necesario abundar sobre esa
dimensión, pero sí enunciar algunos ejemplos: las industrias
audiovisuales no pueden pensarse, tal como se hace visible con la ley
del doblaje, sin decisiones sobre la lengua o sólo con la idea de
trabajo nacional o desarrollo propio; las estrategias educativas
centradas en la distribución de herramientas tecnológicas no pueden
completar su tarea sin la consideración de los contextos lingüísticos de
su aplicación; la literatura no puede desligarse de la consideración
social de la lengua que hablamos y tampoco de la situación del mundo
editorial, ligado de múltiples modos con los mercados internacionales.
Todos estos fenómenos tienen varias dimensiones: la material, económica,
empresarial, laboral y la que hace a la fundación cultural. No pueden
verse como disyuntivas tenaces, a elegir entre cosmopolitismos
entreguistas y defensas soberanistas, sino como la oportunidad única,
para América latina, de recrear sus modos de integrarse y diferenciarse.
III
En marzo de 1991, el gobierno de Felipe González, con explícito
auspicio de la corona española, creó el Instituto Cervantes, situándolo
en principio como dependencia del Ministerio de Asuntos Exteriores. La
fecha y la iniciativa de gobierno no son en nada ajenas al proceso
político de rápida integración europea en el que en ese período, entre
mediados de la década del ’80 y la década del ’90, se encontraba España,
obligada entonces a poner en línea con la Unión no sólo los índices de
regulación fiscal y un conjunto de estrategias económicas para ingresar
plenamente al mercado común europeo, sino también sus políticas de
administración pública, educativas y culturales. Es en el marco general
de esas reformas que el gobierno español asume la determinación de
proyectar institucionalmente la lengua, entendiéndola como bien
estratégico. Se inscribe así en una larga tradición europea que arranca
en Francia en el siglo XIX. La Alliance Française, que según las
mediciones estadísticas de la Unión, se promociona actualmente como la
organización cultural más grande del mundo, fue creada en 1883, por un
comité de notables entre los que se encontraban Louis Pasteur, Ernest
Renan, Jules Verne, el ingeniero Ferdinand Lesseps y el editor Armand
Colin. El propósito de la institución, equivalente del tardío Instituto
Cervantes, fue también el de difundir la lengua y la cultura francesas
en el mundo. Hacia fines del siglo XIX, este objetivo enlaza
evidentemente con las políticas de expansión y reparto de zonas de
influencia de las potencias imperiales europeas. A cuenta del ingeniero
Lesseps no sólo hay que poner esa iniciativa “cultural”, también la
construcción del canal de Panamá y del canal de Suez (el uno
indispensable conexión oceánica para las nuevas configuraciones del
mercado mundial y el otro pieza fundamental de la política imperial
francesa); y de su discípulo Alfred Ebélot, la construcción argentina de
la zanja de Alsina, foso fronterizo con el mundo indio. La Società
Dante Ali-ghieri se funda en 1889, su primera zona fuerte de influencia
se sitúa en el norte de Africa. Y ya en el siglo XX, el British Council y
las asociaciones de cultura inglesa y en la reconstrucción alemana de
posguerra (1951) el Goethe Institut. En los últimos años, en un contexto
bien diferente, se fundaron el Instituto Confucio (China) y el Camoes
(Portugal), al tiempo que Brasil proyecta su Instituto Machado.
Esta brevísima descripción de los organismos europeos creados para
la difusión de sus lenguas centrales, vinculados en general con
perspectivas diplomáticas y de política exterior, apunta a señalar que
fueron inicialmente concebidos como instrumentos de asociación entre el
valor “comunicacional” de la lengua y el sistema de expansión y
aclimatación de la economía mundial en el período. La lengua queda así
principalmente comprometida en su rasgo instrumental, como dispositivo
técnico de penetración económica por una parte, y a la vez como fórmula
de colonización y propagación cultural. No muy distinto es el caso del
Instituto Cervantes. Adaptado a las exigencias de la integración
española a Europa en el auge de la globalización, se propuso sin embargo
y desde el comienzo como apéndice de una articulación mayor y
específica con la vieja institución reguladora de la lengua, la Real
Academia, y sus sedes y correspondientes americanas. El Cervantes se
define así en un doble escenario funcional: instrumento de promoción de
la enseñanza del español y de divulgación cultural en países y regiones
no hispanohablantes, e institución de apoyo a las políticas reguladoras y
normativas de la lengua en países de habla hispana. Esta doble función
la distingue del resto de los organismos europeos equivalentes. La
Academia Francesa o la italiana (Accademia della Crusca) no buscan
imponer significativamente formas normativas a través de la Alliance o
la Dante; y en el contexto anglófono, como se sabe, no hay institución
que rija las mutaciones y variedades de la lengua inglesa. En esos años,
los ’90, el Cervantes se asume como correlato y “avanzada” del intenso
crecimiento de los negocios españoles en Sudamérica (privatización de
las comunicaciones, de la energía y del transporte, fuerte penetración
de la banca, etc.). Por su parte, y ya a partir de la década anterior,
las industrias culturales españolas comienzan a proyectarse como un
campo de profuso rendimiento. La industria editorial, entonces
fuertemente subsidiada por el Estado español, fue esbozándose como cifra
hegemónica en la región idiomática y beneficiaria de los bruscos
procesos de concentración del sector. Desde entonces, el Instituto
Cervantes ha sido y es una pieza decisiva en la construcción de la
“marca” España. La palabra “marca”, con la que el Instituto Cervantes y
sus organismos satélites tienden a identificarse, y referida para
nombrar los desplazamientos de mercado, las astucias y fetichismos de la
publicidad, constituye una huella histórica evidente del papel que
viene asignándose a la lengua.
IV
La lengua no es un negocio, pero a menudo se la trata como tal, y
entre algunas corporaciones españolas, por ejemplo, cunde la metáfora de
compararla con el petróleo. España no tiene crudo, se dice, pero
perforando en sus yacimientos brotó a borbotones el idioma español, que
terminó por arrojar más y mejores réditos. Pero las perforaciones no se
hacían sólo en Madrid, también en Medellín, en Lima, en Santiago, en
Buenos Aires; en materia idiomática, España siempre sintió que se
trataba de “sus” yacimientos, pues no se cansa de decir que se trata de
un “bien común” e “invaluable”, y que por eso es ella la que se encarga
de comercializarlo en el resto del mundo. El patrimonio es compartido,
pero la destilación es extranjera.
Para dimensionar la realidad petrolífera de la lengua citaremos sólo
algunos datos que surgen del Informe 2012 del Instituto Cervantes: más
de 495 millones de personas hablan español. Es la segunda lengua del
mundo por número de hablantes y el segundo idioma de comunicación
internacional. En 2030, el 7,5 por ciento de la población mundial será
hispanohablante (un total de 535 millones de personas). Para entonces,
sólo el chino superará al español como lengua con un mayor número de
hablantes nativos. Dentro de tres o cuatro generaciones, el 10 por
ciento de la población mundial se entenderá en español. En 2050, Estados
Unidos será el primer país hispanohablante del mundo. Unos 18 millones
de alumnos estudian español como lengua extranjera. Las empresas
editoriales españolas tienen 162 filiales en el mundo repartidas en 28
países, más del 80 por ciento en Iberoamérica, lo que demuestra la
importancia de la lengua común a la hora de invertir en terceros países.
Norteamérica (México, Estados Unidos y Canadá) y España suman el 78 por
ciento del poder de compra de los hispanohablantes. El español es la
tercera lengua más utilizada en la red. La penetración de Internet en la
Argentina es la mayor entre los países hispanohablantes y ha superado
por primera vez a la de España. La demanda de documentos en español es
la cuarta en importancia entre las lenguas del mundo.
Otro dato final, que no consta en el Informe: el 90 por ciento del
idioma español se habla en América, pero ese 90 acata, con más o menos
resistencia, las directivas que se articulan en España, donde lo habla
menos del 10 por ciento restante. Estos números bastan para comprender
el interés en discutir los destinos de la lengua: sus usos, su
comercialización, su forma de ser enseñada en el mundo. Si fuera sólo un
asunto económico no tendría relevancia el tema, pero afecta a las
democracias, a la integración regional, a la soberanía cultural de las
naciones.
Pretendemos evidenciar esta realidad, no para crear un frente común
contra España, a la que no consideramos nuestra enemiga. El problema es
el monopolio, la utilización mercantil de la lengua y la consiguiente
amenaza cultural que supone imponer el dominio de una variedad
idiomática. España no es el enemigo, pero no solapamos la necesaria
polémica que debemos establecer con sus órganos de difusión y
comercialización de la lengua. Cuando el rey Juan Carlos le dice al
nuevo director del Instituto Cervantes y ex presidente de la Real
Academia: “¡Ocúpese de América!”, nosotros conocemos bien la naturaleza
profunda de esa ocupación.
España, por lo demás, tiene todo el derecho del mundo a tener una
política de Estado en relación con la lengua; lo insólito es que nuestro
país no la tenga, cediéndole el “derecho a disfrutar bienes ajenos con
la obligación de conservarlos, salvo que la ley autorice otra cosa”,
según define “usufructo” el Diccionario de la RAE, al que le rendimos
este pequeño tributo, apelando a sus propias definiciones.
V
El Cervantes, organismos como Fundéu (Fundación para el Español
Urgente), y las expresiones y acuerdos de colaboración con las Academias
Nacionales de la lengua, suelen indicar explícitamente el patrocinio de
empresas e instituciones que las promueven: Iberia, BBVA, Banco
Santander, Repsol, RTV, Agencia EFE, CNN en español, etc. Los efectos de
esta ofensiva de dominio sobre la lengua son vastísimos y de compleja
delimitación. Nos interesa destacar aquí, preliminarmente, el modo en
que se han ido obstaculizando las vías de comunicación, encuentro e
intercambio latinoamericano. Las corporaciones de medios y los
monopolios editoriales en combinación con las instituciones y organismos
de control de la lengua produjeron un creciente aislamiento cultural
entre nuestros países, sólo revisado en el plano político, social y
económico por los proyectos de integración regional (Unasur, Mercosur,
ALBA), pero no suficientemente interrogado en el plano cultural. Hasta
la década del ’70, en el período inmediatamente anterior a la
generalización de modelos dictatoriales de gobierno en la región, la
literatura latinoamericana produjo, al margen del llamado “boom”,
acontecimientos relevantes de cruce e interrelación. Acontecimientos
cuya medida no atañe meramente a los mecanismos editoriales de
distribución o comercialización del libro, sino al campo de la lengua
misma, a sus procedimientos y construcciones poéticas. Los lectores
argentinos, no requeridos de esa abstracción de mercado que se presenta
bajo la fórmula “español neutro”, incorporaron sin dificultad el
conjunto de variedades de la lengua e inversamente el idioma de los
argentinos fue asimismo recibido y conjugado por lectores mexicanos,
cubanos, peruanos, chilenos o colombianos.
Aunque se trata de una especulación no del todo comprobable, si es
cierto que la neutralidad que ahora persiguen las grandes corporaciones
editoriales reporta mayores ganancias, es a la vez indudable que pone en
funcionamiento un mecanismo de abierto empobrecimiento de la lengua. El
programa de uniformización que está en curso es el correlato
concluyente de la naturaleza general normativa y de las corrientes
totalizadoras de esta etapa del capitalismo. Aun a pesar de sus
pronunciamientos y sermones democratistas, el espíritu neoliberal
procede de una difusa raíz totalitaria. Si conocimos sobradamente la
bestialización económica del programa, sus efectos destructivos de
vaciamiento político institucional y los daños generales causados sobre
el tejido social, no menos preocupante, aunque de verificación más
opaca, resulta el impacto que esa lógica impuso e impone sobre la
lengua. Como en la parábola de la “carta robada”: sus alcances están a
la vista y a la vez ocultos.
Lo que es cierto respecto del control corporativo de los medios de
comunicación lo es también en el campo de la producción cultural, en el
sector editorial, en el audiovisual, en la historia literaria reciente,
en la traducción, en la enseñanza del español como lengua extranjera o
en el amplísimo terreno de la educación pública. Por una parte
enfrentamos la tarea de nombrar los efectos de estas políticas de la
lengua, pero también, y sobre todo en condiciones de amenaza latente de
restauración neoliberal, la necesidad perentoria de establecer una
corriente de acción latinoamericana que recoja la pregunta por la
soberanía lingüística como pregunta crucial de la época.
VI
Es tiempo, creemos, de sostener el camino de una lengua cosmopolita,
a la vez, nacional y regional. Nuestro español, pleno de variedades,
modificado en tierras americanas por el contacto con las lenguas
indígenas, africanas y de las migraciones europeas, nunca fue un
localismo provinciano. Fue lenguaraz y no custodio, es experiencia del
contacto y no afirmación purista. Al menos, el que sostenemos como
propio. En América latina se han macerado grandes escrituras al amparo
de esa búsqueda: desde el ensayismo del peruano José Carlos Mariátegui,
que pensaba que una cultura nacional surgía de la doble apelación al
cosmopolitismo y al indigenismo, hasta la antropología del brasileño
Gilberto Freyre, que vio en el portugués del Brasil una creación de los
esclavos africanos. Pero también desde la lengua mixta y tensa de José
María Arguedas, lengua que problematiza la herencia colonial, o el
barroco americano de Lezama, definido como lengua de contraconquista,
hasta la precisa intervención borgeana. Porque Borges, cuyo peso y
búsquedas en estas discusiones son innegables, fue quien marcó el camino
de una inscripción profundamente argentina de la lengua literaria y a
la vez la desplegó como español universal.
Borges es el Cervantes del siglo XX: ésto es, el renovador mayor de
la lengua, no sólo para su país natal sino para el conjunto de los
hispanohablantes. Si en los años veinte buscó en la sonoridad de la
criolledá la expresión idiomática propia, una década después descubría
que no se trata de color local: que la lengua estaba en un tono, una
respiración, una andadura. Lo hizo de modos polémicos y no poco
cuestionables, como su carácter antiplebeyo y sus derivas conservadoras.
Pero es el momento de recuperar, con su nombre, una apuesta que toma la
suya como inspiración y al mismo tiempo debe modificarla.
Una apuesta, dijimos, a generar un estado de sensibilidad respecto
de la lengua, que no se restrinja a una reflexión académica sino que
enfatice sobre su dimensión política y cultural, y que se proyecte sobre
las grandes batallas contemporáneas alrededor de las hegemonías
comunicacionales y la democratización de la palabra. Una apuesta que por
ahora imaginamos doble: la constitución de un foro de debates en el
Museo del Libro y de la Lengua de la Biblioteca Nacional y el impulso a
la creación de un Instituto Borges: un ámbito desde el cual producir una
composición latinoamericana de estas cuestiones. Una institución que
lleve este nombre, como episodio argentino de una política encaminada a
la creación de una Asociación Latinoamericana de la lengua, forzosamente
deberá considerar su acto de fundación también como un acontecimiento
de la lengua, portador de su memoria viva, de su pasado escurridizo y de
las adquisiciones que obtiene y puede perder en su camino. Un Instituto
Borges puede ser una institución con sus actos de reunión y
reconocimiento, pero también una inflexión para mantener la vida propia
del horizonte lenguaraz en el que vivimos.
* Irene Agoff / Susana Aguad / Jorge Alemán / Fernando Alfón / Germán
Alvarez / María Teresa Andruetto / Julián Axat / Martín Baigorria /
Cristina Banegas / Silvia Battle / Diana Bellessi / Gabriel Bellomo /
Carlos Bernatek / Emilio Bernini / Esteban Bértola / María del Carmen
Bianchi / Alejandra Birgin / Esteban Bitesnik / Jorge Boccanera / Martín
Bonavetti / Karina Bonifatti / José Luis Brés Palacio / Cecilia
Calandria / Marcelo Campagno / Arturo Carrera / Albertina Carri / José
Castorina / Gisela Catanzaro / Diego Caramés / Carlos Catuogno / Sara
Cohen / Vanina Colagiovanni / Hugo Correa Luna / Américo Cristófalo /
Sergio Chejfec / Gloria Chicote / Luis Chitarroni / Guillermo David /
Oscar del Barco / Silvia Delfino / José del Valle / Marta Dillon / Ariel
Dilon / Gabriel D’Iorio / Angela Di Tullio / Nora Domínguez / Víctor
Ducrot / Juan Bautista Duizeide / María Encabo / Andrés Erenhaus /
Vanina Escales / Ximena Espeche / Liria Evangelista / José Pablo
Feinmann / Javier Fernández Míguez / Alejandro Fernández Moujan /
Christian Ferrer / Gustavo Ferreyra / Ricardo Forster / Daniel
Freidemberg / Silvina Friera / Mariana Gainza / Leila Gándara / Germán
García / Gabriela García Cedro / Marieta Gargatagli / Laura Gavilán /
Juan Gelman / Juan Giani / Horacio González / Mara Glozman / Ezequiel
Grimson / Luis Gusmán / Liliana Heer / Sebastián Hernáiz / Liliana
Herrero / Flora Hillert / Walter Ianelli / Cecilia Incarnato / Pablo
Ingberg / Ezequiel Ipar / María Iribarren / Estela Jajam / Noé Jitrik /
Mario Juliano / Lisandro Kahan / Tamara Kamenszain / Pedro Karczmarcyck /
Mauricio Kartun / Alejandro Kaufman / Guillermo Korn / Laura Kornfeld /
Daniel Krupa / Inés Kuguel / Gabriela Krickeberg / Juan Manuel Lacalle /
Alicia Lamas / Ernesto Lamas / Daniela Lauría / Juan Laxagueborde /
Daniel Link / Miguel Loeb / María Pía López / Javier Lorca / Federico
Lorenz / Silvia Llomovate / Jorge Lovizolo / Silvia Maldonado / Ricardo
Maliandi / Anahí Mallol / Margarita Martínez / Silvio Mattoni / Nora
Maziotti / Ana Mazzoni / Juan Molina y Vedia / Graciela Morgade /
Mariana Moyano / Vicente Muleiro / Daniel Mundo / Carolina Muzi /
Gustavo Nahmías / Viviana Norman / Celia Nusimovich / Dante Palma /
Cecilia Palmeiro / Fernando Peirone / Quique Pesoa / Ricardo Piglia /
Pablo Pineau / Agustín Prestifilippo / Nicolás Prividera / Mercedes
Pujalte / Alejandro Raiter / Carolina Ramallo / Gabriel Reches / Roberto
Retamoso / Eduardo Rinesi / Matías Rodeiro / Martín Rodríguez / Emilio
Rollié / Laura Rosato / Eduardo Rubinschik / Alejandro Rubio / Andrés
Saab / Guillermo Saavedra / Florencia Saintout / Juan Sasturain / Silvia
Scharzböck / Silvia Senz Bueno / Perla Sneh / Ricardo Soca / Isabel
Steimberg / Eduardo Stupía / Daniel Suárez / Ximena Talento / Diego
Tatián / Marcelo Topuzian / Javier Trímboli / Hugo Trinchero /
Washington Uranga / Lía Varela / María Celia Vázquez / Miguel Vedda /
Aníbal Viguera / Miguel Vitagliano / Adriana Yoel / Patricio Zunini.
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