sábado, 19 de noviembre de 2011

Artesanos de la lengua

Para alimentar las reflexiones sobre los intentos españoles de privatizar nuestra lengua, unos párrafos como siempre lúcidos y militantes de Tomás Segovia, tomados del ensayo "Artesanos de la lengua", publicado por primera vez en Alegatorio (México, Ediciones Sin Nombre, 1996) y reproducido en Miradas al lenguaje (México, El Colegio de México, 2007, pp. 51-71). Todo el ensayo es una joya, acá una probada (pp. 66-71) a propósito de la RAE y las distintas visiones de lo que significa la corrección en la lengua:

[...] Pero los traductores al español contamos con algunas condiciones peculiares que hacen nuestra situación particularmente complicada. Una de ellas es el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Caso único en toda la historia de la humanidad, y se dice pronto. Nunca un diccionario, ni la institución que lo produce, han tenido ese carácter oficial y ese estatuto de autoridad. Esa circunstancia es todavía más inquietante si recordamos otra de las pesadillas del traductor a español: la diversidad, más bien habría que decir pluralidad, de nuestra lengua. Son veintitantos países, y muy divergentes, los que la usan, y por supuesto cada uno a su manera. Podría uno pensar que entonces el español debe ser la lengua más rica del m undo, tanto en acervo como en matices. Nada de eso: para eso está nuestra celosa vigilancia. Por ejemplo, la próxima traducción que voy a emprender la publicará una editorial mexicana. Pero el contrato (que es de nivel internacional)impone que el texto lo revise un académico español. No vaya a ser que al traductor se le cuele algún americanismo que enriquezca pecaminosamente la lengua. Todos los hispanohablantes se pasan el tiempo corrigiendo y ridiculizando a los hispanohablantes de otros países. El diccionario de la Academia incluye algunos americanismos. Muy pocos y equivocándose más veces de las que podría y debería. Pero además los marca como tales, mientras que no se le ocurre marcar como "peninsularismos" o incluso castellanismos los usos exclusivos de esas regiones evidentemente minoritarias, puesto que los hispanohablantes de fuera de la península son muchísimos más y la importancia actual de su literatura por lo menos comparable. Un lenguaje como el de Valle Inclán, que escribe utilizando recursos de muchas regiones españolas y varios países hispanoamericanos, es formalmente admirado pero nada emulado. Yo he tratado aquí de traer a colación algunos usos hispanoamericanos para llamar la atención sobre esa riqueza y sobre la evidente dignidad del español hablado en América, y para insinuar a los traductores todo el interés que debería tener para ellos [se refiere a los ejemplos expuestos en las páginas anteriores: la preposición "a", la locución "en tanto que", tiempos verbales, terminaciones femeninas y neutras, sintaxis, etc.].

Pero el último desaguisado de la Real Academia merece capítulo aparte. [...] De pronto la Academia decide que ahí va todo. Se acabaron los tiquismiquis y el recelo con las innovaciones y la referencia a los clásicos y a la tradición y al escrutinio etimológico. Todo vale. Bueno: todo todo, no; pero sí todo lo que se ve y se oye en los grandes medios de comunicación y en el lenguaje de las grandes empresas y de los ricos y poderosos, aunque, eso sí, siempre que sea en la Península y sus islas. La Academia debió despertar súbitamente a la evidencia auroral de que el diccionario es un registro pasivo y el lexicógrafo un observador neutral. Casualmente, esa evidencia no se le impuso hasta un momento histórico en que el irrespeto con la tradición; la diversificación de actividades y su otra cara: la igualación consumista de los diversos grupos; la modernidad; la innovación, todas esas cosas han dejado de ser ofensivas o amenazadoras para los poderosos y privilegiados y han pasado por el contrario a formar parte del programa político de las clases más conservadoras y dominantes. Pero dejemos eso, que no es mi verdadero cuestionamiento.

Ateniéndonos meramente a la lengua, es evidente que ningún diccionario puede eludir la responsabilidad que implica su autoritarismo tal vez involuntario pero rigurosamente inevitable, pero menos que ninguno el de la Real Academia que siempre fue deliberadamente autoritario. Un buen diccionario es consciente de que, mal que le pese a sus autores, la gente lo utilizará para darse en la cabeza unos a otros con la contundencia del "¡lo dice el diccionario!", y en consecuencia suele filtrar su información señalando por lo menos de dónde proviene y a veces dando indicaciones sobre su posible valoración. Así por lo menos se suaviza un poco esa contundencia que los traductores sufrimos tan a menudo en nuestras humildes y artesanales cabezas. El más ominoso personaje de nuestro gremio, el "corrector de estilo", en ningún ámbito lingüístico merece más que en el del español llamarse "corruptor de estilo". Con la nueva reedición de la Academia, en edición barata para mayor alarma, podemos imaginar los estragos que va a provocar.

Es que en el ámbito del español, por la particularidad histórica de su cultura y señaladamente de su Real Academia, es especialmente difícil convencer incluso a personas cultas de que la autoridad del diccionario es muy relativa. Ya he dicho antes que ninguna norma de corrección, a diferencia de una norma profesional, puede ser propiamente oficial. Pero oficial o no, tampoco está excluido que desautoricemos una norma del diccionario por absurda o errónea. En realidad no es el uso el que tiene que autorizarse en el diccionario, sino el diccionario en el uso, lo cual no significa que todo valga igual, porque repito que es del uso mismo de donde emana su propia valoración jerárquica, su propia imagen como proyecto de lengua y su propia norma espontánea de corrección. El diccionario no puede ni cerrar los ojos al autoritarismo al que está condenado, ni en el extremo opuesto borrar, de manera a su vez autoritaria, la noción de corrección que palpita en la lengua misma.

[...]

Concluiré diciendo que la mayor o menor autoridad de un criterio de corrección no debería depender sino de la mayor o menor compenetración en profundidad con la lengua, hecha por supuesto de amor y de interés basados en una sensibilidad y desarrollados en una amplia experiencia. Es claro que un rasero tal es vago y flotante y de aplicación siempre discutible. Pero no absurdo. Por lo menos respeta plenamente las dos evidencias complementarias que he tratado de dibujar un poco: que la idea de corrección está arraigada ineliminablemente en la práctica real de los hablantes, y que es imposible de oficializar sin falsearla y sin dañar la lengua real. Los traductores nos parecemos a los autores de diccionarios en una cosa: que no podemos escapar, aunque quisiéramos, a la condena de tener que ser o guardianes o corruptores de la lengua, del todo o mezcladamente. En estas condiciones, la verdadera manera de no caer en el dogmatismo autoritario no es pasarnos del lado de los que se lavan las manos, sino entrar en la resistencia.

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