sábado, 9 de enero de 2016

Cuento: El traductor

Queridos colegas:

Compartimos con ustedes un cuento que nos envió Ana Karina Guzmán Bucio, estudiante de la carrera de Literatura Intercultural, producto de sus reflexiones y lecturas de la materia de Traducción.



El traductor
Ana Karina Guzmán Bucio

A Caterina y a David Huerta



“¡La traducción ha muerto! ¡Viva la traducción!”
José Ortega y Gasset

—De ninguna manera existe una traducción perfecta, toda traducción es ya otra versión del texto —dijo el traductor mientras miraba desafiante al demonio.
 —Mucho te equivocas, soberbio hombre; ¿acaso no sabes que la humildad es una de las virtudes que todo traductor debe poseer? Yo te mostraré un libro que no requiere traducción, que puede ser leído en todas las lenguas del mundo sin necesidad de que un traductor como tú meta su narizota.
 El traductor estaba sumamente intrigado. Nunca pensó que existiera un libro que no requiriera de sus servicios.
 —Muéstrame entonces ese libro —dijo el traductor.
 Entonces el demonio condujo al hombre a su biblioteca, una torre de Babel con estantes de caoba y libros de diversos tamaños. Abrió una caja y sacó de ella un libro voluminoso, que entregó al traductor, quien lo abrió con suma cautela, temeroso de lo que pudiera encontrar dentro. No había letra alguna, sólo blancos tipográficos, y una correcta disposición de los márgenes y las sangrías. Pero todas las páginas, excepto las páginas legales y el colofón, estaban vacías.
 —Me has engañado, demonio —dijo el traductor enojado.
 —No, no te he engañado. El silencio no necesita traducción alguna.
 —Demonio tramposo —exclamó el bibliotecario, un demonio viejo que estaba enterrado en una pila de libros, y quien entre sus dedos regordetes cargaba la última edición de un libro de Steiner—. El silencio, a mi parecer (y coinciden conmigo muchos traductores), es lo más difícil de traducir. Hay correctores de estilo, como ese que ves allá, que creyeron necesario hacer una ortografía del silencio, y es que allá abajo hay algunos escritores insolentes que hacen uso indiscriminado de él.
 El demonio se quedó atónito, arrebató el libro al traductor y se lo entregó al viejo, quien cogió sus lentes, comenzó a examinarlo minuciosamente y luego de esto dijo:
 —He confirmado mis sospechas: es uno de los libros más difíciles de traducir; ¿te has dejado engañar por la frase del New York Times que viene en la faja? —concluyó el viejo.
 —No —contestó el demonio—, ha sido un vendedor a domicilio; me ha dicho que este era, sin duda, el único libro que no requería traducción, que podría leerse en cualquier idioma. Siempre he odiado a los traductores porque sus traducciones casi siempre son inexactas y poco poéticas. Es más, algunos traductores son tan malos que se esconden en el anonimato porque ellos mismos se avergüenzan de su trabajo. Pero, cuando tenga a ese vendedor por aquí otra vez, su castigo será leer libros de superación personal —exclamó ya un poco exaltado.
 —Tanto te enojas por ese libro —dijo el viejo.
 —Mucho me enojo hasta la muerte —respondió el demonio en tono malhumorado, usando las palabras que Jonás dijo a Dios.
 El traductor lanzó un agudo grito para pedir la palabra.
 —Eres un demonio muy tramposo e insolente. Los traductores somos indispensables en la tierra; me atrevo a decir que también en el infierno, aunque ustedes los demonios no tengan traductores por acá más que para castigarlos. Sin nuestra heroica labor sería imposible la comunicación o la lectura de un idioma a otro. La traducción, mi estimado demonio, no es un acto mecánico de cambiar las palabras de un idioma por las de otro; al contrario, la traducción es una operación complejísima que requiere muchas habilidades: una de ellas es la de ser un distinguidísimo lector.
 El demonio se burló de ese discurso tan emotivo. Otro demonio, un poco panzón, salió de la sala de lectura; traía consigo un libro de bolsillo, del cual sólo se podía distinguir el nombre del autor: Monterroso. Lo dejó en un estante y dijo con voz grave:
 —Opino que el traductor no hace una, sino muchas funciones, las cuales se pueden revelar si echamos un vistazo a las múltiples metáforas a las que se recurre para describir el trabajo del traductor. Los traductores son como los doctores, en el sentido de que pueden, o deben, hurgar en las entrañas del texto y explorar entre sus tejidos para luego hacer un diagnóstico y saber cuál es la medicación (en traducción no sería medicación sino estrategia) adecuada; los traductores son, asimismo, como los ávidos lectores, que leen con los cinco sentidos para estar alerta de todos los significados de un texto. Todo traductor traduce con los cinco sentidos; he ahí una de las grandes dificultades de su trabajo, pues ¿cómo traducir un aroma a las palabras? Ante todo, el traductor es como un alguien que hace un viaje a un país extranjero, intentando descifrar, con sus propias herramientas, una realidad que no le pertenece. Con esto no niego la existencia de malas traducciones, pero, si pensamos la traducción como una forma para acercarnos a una obra a la cual no tendríamos acceso de no saber el idioma, entonces coincidiríamos en que, como escribió Monterroso, “es mejor leer a un autor importante mal traducido que no leerlo en absoluto”.
 A esa larga digresión replicó un joven demonio traductor, con aspecto dandi, también presente en esa sección de la biblioteca, que había permanecido en silencio desde que había comenzado la disputa:
 —Yo creo que aquel traductor que no sea siervo del poeta no es bueno. En las grandes obras maestras siempre habrá algo que sea imposible de traducir: el genio del poeta. Puesto que en su obra, como bien escribió Victor Hugo, “la palabra es la carne de la idea y esta carne vive”, ¿cómo podría un mal traductor traducir eso?
 El viejo demonio bibliotecario, al que ya tenían olvidado, intervino con voz severa:
 —Me temo que su discusión está motivada por una falta de entendimiento del trabajo del traductor. Propongo que usted, señor demonio, traduzca un par de versos, a ver si le parece una tarea fácil. Traductor, le propongo que por esta vez cambie su papel y sea lector; aunque bien sé yo que es poca la diferencia, pues todo traductor es un lector.
 Entonces el viejo se puso a hurgar entre los estantes y sacó un pequeño libro de pasta dura: era un volumen de poesía dadaísta. Lo abrió en la página tres; era un poema inédito de Hugo Ball. El demonio leyó el poema una y otra vez. A decir verdad, nunca le había gustado la corriente dadaísta, y mucho menos Hugo Ball. Por la disposición tipográfica, que, según los dadaístas, era de gran importancia para la significación del poema, era difícil pensar en una traducción literal. Además, el demonio encontró en el poema un par de silencios que lo pusieron en un gran aprieto: ¿debían o no ser traducidos?
 El demonio estaba dubitativo; ya no sostenía lo que había afirmado con tanta seguridad acerca de la traducción de los silencios. Ahora, según su interpretación, era necesario traducirlos. Le vino a la mente una discusión con el viejo, quien, influido por una lectura de Ortega y Gasset, le había comentado que los traductores, al traducir, a veces revelaban lo que la lengua de partida callaba. El demonio pensó que era pertinente hacer explícito el significado de ambos silencios. Creyó que era posible traducirlos por silencios musicales, pues recordaba bien que la poesía era inseparable de la música. Como lo que traducía era un poema dadaísta, se tomó esa y otras libertades.
 Cuando terminó, el traductor lo esperaba en la biblioteca junto con el viejo; ambos tomaban café y leían pasajes de la traducción de Shakespeare hecha por Moratín, comparando los criterios de traducción de este con una edición de la traducción de Segovia. El traductor alegaba que los criterios de Moratín estaban permeados por la ideología nacionalista de la España del XVIII. El viejo coincidía con él; ambos creían que la traducción de Segovia merecía un buen aplauso, porque dicho traductor había desempolvado la significación de la famosa frase del monólogo de Hamlet.
 El traductor tomó la traducción del demonio. A medida que la leía, su rostro se contraía. De manera opuesta a lo que él esperaba, la traducción no era tan mala. La estrategia usada por el demonio era evidente, había optado por hacer una traducción homofónica.
 El demonio se regodeaba al ver la cara de sorpresa del traductor, quien expresó que Ball no podía haber sido mejor traducido. Sin embargo, uno de los demonios, el dandi, comentó:
 —Tu traducción no ha respetado el genio del poeta; yo la condeno a quemarse entre las malas traducciones del Ulises. Ante todo, la traducción debe respetar el genio del poeta; si no, tan sólo es una semitraducción.
 Otro dijo que la disposición tipográfica había sido violentada. El traductor defendió la traducción del demonio, quien, a falta de argumentos y de notas a pie de página, se había quedado callado.
 El viejo intervino nuevamente para calmar el alboroto:
 —No existe una, sino muchas traducciones de un mismo texto. Las hay buenas y las hay malas, pero no hay peor cosa que un texto que se vuelve estático. La traducción es movimiento. Es un constante desensamblaje y reensamblaje de significados.
 Todos los demonios guardaron silencio mientras el viejo hablaba.
 Después de que todos hubieron quedado satisfechos con su discurso, el demonio sugirió darle al traductor el voluminoso libro que había dado origen a la riña entre ambos, para que lo tradujera, pues, según concluyó el demonio —recordando un pasaje del Quijote—, “en peores cosas podría ocuparse el hombre”.

Ana Karina Guzmán Bucio es originaria de Ciudad Hidalgo, Michoacán. Actualmente cursa la carrera de Literatura Intercultural en la Escuela Nacional de Estudios Superiores, de la Universidad Nacional Autónoma de México, en Morelia, Michoacán.

Fuente de la ilustración: https://openclipart.org/detail/123151/demon-reading-book

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