lunes, 2 de marzo de 2015

Reseña: Andrés Ehrenhaus

Andrés Ehrenhaus nos comparte esta nota sobre su experiencia en una escuela de Tesistán, Jalisco, a través del programa Ecos de la FIL, publicada originalmente en El Trujamán, Revista diaria de traducción, el pasado 18 de febrero.



Lugares de saber
por Andrés Ehrenhaus

Este año me tocó participar en la FIL de Guadalajara en mi calidad de muchas cosas y ninguna. Aparte del abrumador despliegue de libros, entidades, autores, medios y público, y de la higuera de las vanidades que toda feria cultural internacional deja crecer ad libitum en su fuero externo, aparte del hecho tremendo de las 43 desapariciones que tiñó (y sigue tiñendo) de manera irremisible, como un non plus ultra existencial, todo lo acontecido en México, aparte de los eventos y festejos y corrillos espitosos y del castafiorismo desfasado, uno los principales atractivos de la feria —y, desde mi punto de vista imparcial, subjetivo y personal, el logro más notable de este maelstrom libresco— es un programa que impulsan en paralelo, desde hace unos doce años, la dirección ferial y la Coordinación de difusión y extensión del Sistema de Educación Media Superior y que consiste en llevar a autores del país invitado u otros de renombre a los colegios de educación secundaria del estado de Jalisco a platicar de literatura con los alumnos. El programa se llama Ecos de la FIL. En secreto debería llamarse «El tirón de orejas».

En mi caso, fui invitado al CECYTEJ n.º 01 de Tesistán, que es un colegio abocado a la educación técnica media; los chicos salen de allí con bachilleratos en mecánica, electrónica, informática, robótica, con idea de trabajar en la industria pesada local y sus servicios subsidiarios. Tesistán, un municipio modesto situado a hora y media de Guadalajara en dirección noroeste, está en camino de ser engullido por los prolapsos urbanísticos de la gran ciudad vecina. Sin embargo, aún se respira en sus calles, no todas de macadam, el aire de la llanura irredenta. Cuando llegamos (me llevaron tres amables funcionarios del SEMS), nos esperaban con honores de acontecimiento del mes. Yo no soy ninguna figura literaria, así que el recibimiento fue doblemente emocionante: desde el enternecedor protocolo de bienvenida al dulce de ciruela picante, desde la entrega incondicional al aplauso tan cerrado como inmerecido, todo resulta estimulante y comprometedor. Uno llega con la cancherez (en modo estándar: la actitud sobrada) del que viene curtido por las mesas redondas, las presentaciones, las ponencias, las entrevistas y demás servidumbres del feriante y poco a poco va adquiriendo el compromiso para el cual no venía preparado: ahí hay sesenta o setenta chavos que necesitan de uno durante cuatro horas para saltarse las clases pertinentes, es cierto, pero tampoco escuchando cualquier gansada. Su expectativa es seria y hay que satisfacerla. He ahí la primera revelación.

La segunda, y más movilizadora, es que de cualquier arbusto salta la perdiz. Yo había dicho, vagamente, que hablaría de Cortázar y, luego, más vagamente aún, de H. Bustos Domecq, el apócrifo de Bioy y Borges, pero en el camino jalisqueño se me ocurrió cambiar de rumbo y pensé que les hablaría de lo que más puedo hablar sin decir demasiadas sandeces: de traducción. Y que más que hablar los pondría a jugar a traducir al lenguaje chat, al lenguaje emoticono, y a retraducir y perdernos y encontrarnos, un poco como sucede en la práctica cotidiana del traductor. Caso es que al ponerme frente a ese público implacable, a medias entregado y a medias reticente, a esa estudiantina abigarrada y desigual, creí oportuno preguntarles antes de proceder sin redes al trapecismo experimental qué cosa entendían ellos por traducción. Para hacerme una idea yo de desde dónde empezar a aventarnos al vacío, y pensando para mi interna cancherez (v. más arriba) que sería desde bastante abajo, habida cuenta del cariz técnico del establecimiento educativo y de la supuesta suburbanidad de su locación; además, a esas edades, uno sólo tiene urgencia para el romance. Y pregunté. Se levantaron algunas manos, cosa que ya debió de sorprenderme, pero uno es lento, más lento de lo que ya se le supone.

La primera en contestar fue una chavita de la primera fila. Traducir es hacer que una cosa que está en un idioma (creo que dijo idioma, no lengua) pase a otro. Ahí, a modo de aprobación general, bajaron las otras manos levantadas. Muy bien. Pero yo, llevado por mi entusiasmo pedagógico matinal, no podía conformarme con eso, así que pregunté si alguien podía añadir algo o se quedaban con esa sencilla pero acertada definición. Y resultó que sí, que se volvieron a levantar cuatro o cinco manos. Traté de ser azaroso y ecuánime (o sea, arbitrario y tuerto) y señalé a otra chavita, esta vez de la segunda fila, que sin descomponer la figura dijo que no sólo se trataba de pasar las palabras de una lengua a otra sino también las costumbres. Glups, pensé, rayos y centellas, Robin. Esto no me lo esperaba. Miré a los profes pero a ellos sólo les preocupaba la conducta del grupo, que se estaba comportando de manera ejemplar. Así que fui más osado todavía, como quien no se contenta con hacer puenting y se sube acto seguido a un planeador para aventarse en caída libre, y reté a la audiencia de futuros mecánicos y electricistas a exprimir todavía más el tema. Para qué. No se arredraron. Volvieron a levantar las manos. Pero, ¿qué más podían decir?

Esta vez fui precavido y le di la palabra a un muchacho del fondo, con cara de medio malote y mirada oblicua, que no se sentaba con la compostura de sus compañeros de las primeras filas. A ver, tú, sí, tú, ¿tienes algo que añadir? Y sí, tenía, claro. Lo que le parecía a él era que estaba bien lo que habían dicho las chavas pero que se olvidaban de las emociones, que también había que trasladar las emociones. Ahí se hizo un silencio. En mi caso, debido al pasmo. En el de ellos, porque esperaban mi reacción. A los profes, atentos al posible desmadre, la tensa calma no les presagiaba nada bueno, se les notaba en la cara, así que reaccioné: esa respuesta está padrísima, dije. Y la clase festejó. Después seguimos con los ejercicios y los juegos pero yo no pude librarme de la sensación de que nadie sabía ni sabría más de traducción que esos cráneos silvestres y libres de Tesistán, Jalisco. Y que ningún congreso ni ensayo ni reflexión sesuda me sacarían esa sensación de dentro. Aprendamos, pues, colegas. Se trabaja con tres cosas: lengua, cultura y emoción. El resto es saliva.

 Andrés Ehrenhaus (Buenos Aires, 1955). Traductor, escritor. Reside en Barcelona desde 1976. Como narrador ha publicado Subir arriba (Sirmio, Barcelona 1993), El futuro es esto (Reservoir Books, Barcelona 1999), Monogatari (Mondadori, Barcelona 2001), La seriedad (Mondadori, Barcelona 2001), Tratar a Fang Lo (Paradiso, Buenos Aires 2006) y Un obús cayendo despedaza (Malpaso, Barcelona 2014). Es profesor del Máster de Traducción Literaria y Audiovisual de la Universidad Pompeu Fabra, en sus modalidades presencial y on-line. Integró desde el 2001 hasta el 2010 la junta directiva de la Sección de Traductores de la Asociación Colegial de Escritores de España (ACEtt), de la que fue vicepresidente, y entre 2008 y 2010 la junta  directiva de CEDRO. Fue comentarista de libros en diversos programas de la televisión catalana. Ha traducido desde manuales de electrodomésticos a numerosas obras del inglés, francés e italiano, tanto clásicas como contemporáneas, que abarcan autores tan diversos como William Shakespeare, Edgar Alan Poe, Oscar Wilde, Lewis Carroll, Jack Kerouac, Brian Aldiss, Maurice Dantec, Guy van Sant, Les Murray o John Lennon. Entre sus traducciones más recientes se cuenta una edición bilingüe de las Poesías de Shakespeare (Obras completas, vol. V, DeBolsillo, Barcelona 2013) y una nueva edición ilustrada de Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll (Media Vaca, Valencia 2013). En 2011 fundó Knowhaus, la primera agencia literaria para traductores de España.

Tomado de:
http://cvc.cervantes.es/trujaman/anteriores/febrero_15/18022015.htm

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