Nenúfares y sudokus:
hacia una poética prosaica de la traducción
Por Andrés Ehrenhaus
Se gobierna un gran estado con el mismo
cuidado con el que se fríe un pececillo.
Tao te king
cuidado con el que se fríe un pececillo.
Tao te king
Aviso de entrada que no voy a decir nada nuevo. Si acaso, será nuevo para mí, me sonará nuevo a mí, no a ustedes. Ya es un lugar común pensar y decir que lo que distingue a los latinos de los bárbaros del norte en términos de producción intelectual, y tal vez también emocional, es la manera en que unos y otros toreamos la dialéctica del discurso en la inclemente arena cotidiana. No obstante, que sea un lugar común no lo hace menos afilado y certero: mientras ellos piensan para decir, nosotros decimos para pensar. Grueso pero sencillo. Se entiende entonces que yo, abocado al proceso de decir, no sepa adónde quiero llegar hasta que haya acabado de decirlo y, un instante después, me sorprenda por el resultado, aun cuando lo que haya dicho no sea ninguna novedad, como podría ser el caso aquí y ahora, porque como mínimo me sorprenderé de haber hablado mucho para no decir nada nuevo. Sin embargo, tengo también la firme convicción de que el lenguaje finalmente acaba viniendo en auxilio de unos y otros y poniendo las cosas, en términos de pensamiento o emociones, en su sitio.
¿Por qué? Porque el lenguaje es tanto herramienta de comunicación como de ocultamiento, porque uno borronea con el codo lo que escribe con la mano, porque en el instante preciso de estar diciendo algo estamos elidiendo lo otro, porque la hermenéutica es a la vez el arte de cifrar y el de descifrar, etc. [Un ejemplo sencillo e inmediato: si yo digo ahora “¿Se entiende lo que quiero decir?”, ¿quién podría responder a esta sencilla pregunta sin incurrir en una flagrante falsedad? ¿Cómo puede saber el otro lo que yo realmente quiero decir –¡si ni siquiera lo sé yo!- y separarlo de lo que digo? No obstante, la mayoría, yo incluido, tenderíamos a sentirnos plenamente autorizados a contestar que sí o que no.] Así, lo que los bárbaros del norte creen haber expresado como reflejo de su pensamiento es también, aunque de un modo mucho más oscuro e indescifrable, espejo de lo que no han podido decir, y sombra del temor a que haya en el discurso partículas involuntarias que lo contradigan, ghosts in the machine; a la vez, nuestra manera turbulenta o atropellada de avanzar a ciegas por la senda de la palabra para ver adónde nos lleva es reflejo de una confianza cándida en la capacidad ulterior del lenguaje para decir algo incluso donde aparenta no decir nada. No hace falta ser émulo de Derrida o similares para aceptar que hay mucho más en el texto de lo que aparece y, al mismo tiempo, hay mucho menos. Basta con ser traductor.
Bien, convengamos en que esta distinción entre sur y norte es un poco salvaje o gruesa, como he dicho. Pero nos puede servir para ordenar un poco el panorama. En otras palabras, para situarnos en el marco de una determinada tradición discursiva y, por tanto, de ejercicio de la traducción. No he dicho tradición ingenuamente o al pasar, creo: me parece importante que los traductores seamos conscientes de que no estamos en el aquí y el ahora solos y por casualidad, y que traducimos como traducimos porque nos sale así, de manera espontánea o, en todo caso, natural y como fruto de un cúmulo aislado de circunstancias personales. Si traducimos como traducimos es porque no podríamos traducir de otra manera en el momento y en el lugar en los que vivimos. Tanto si nos rebelamos contra lo estándar establecido como si lo aceptamos sin chistar, nuestra práctica no puede deslindarse de esos estándares, de la evolución que han tenido, de los vaivenes, fracturas y reparaciones que han sufrido para llegar hasta donde yo estoy sentado o parado traduciendo ahora. Porque, además, no estoy sentado o parado en un terreno fijo, estable, un lugar inmóvil y seguro sino sobre una cinta transportadora, un suelo imposible, un campo minado, un vehículo en marcha. En una palabra: somos vectores de esa evolución y, en tanto tales, tenemos una responsabilidad para con la traducción, con la cultura, con la lengua.
Tampoco he dicho traducir, creo, de un modo ingenuo o al pasar. Traducir a secas, sin agregarle ningún epíteto homérico, sin describirlo metafóricamente o tratar de ordenarlo en dudosas taxonomías. Traducir en términos de técnica, de trabajo físico, de alfarería regional. Traducir en términos de barro. Traducir entendido como la serie híper ontológica de Gertrude Stein, como el concepto de fútbol de Vujadín Boskov: traducir es traducir. Pero, ojo, fijémonos bien, aquí la clave está en el segundo término, que ya no es igual al primero, que ya se desplazó: “ser es ser el valor de una variable”, dice Quine. Así, traducir no es una noción fija, es una noción en movimiento. Por más que adornemos nuestra cabeza traductora con bisutería de plástico, el que traduce es el cuerpo –y, si me pongo prometéico, hasta diría que el hígado. Además, de todos modos, hagamos lo que hagamos y cómo lo hagamos, luego vendrán los estudiosos de la recepción, los funcionalistas, los sociolingüistas, los cognitivistas, los deconstruccionistas, los benjaministas, etc., etc., a situarnos, a fijarnos al Cáucaso y relacionarnos y explicarnos qué estábamos haciendo y cómo, aunque no, por suerte, para qué. No pueden contarnos para qué porque ni siquiera nosotros, en el momento de traducir, sabemos exactamente para qué traducimos como traducimos. Es el viejo tema recurrente del querer decir del decir. La ambigüedad del trickster Hermes, que debería ser nuestro pícaro patrón en lugar de San Jerónimo. Pero eso es pasto de otras vacas.
[Aunque, hablando de vacas y patrones, voy a hacer aquí una primera digresión (y prepárense, porque me temo que va a haber varias). No nos vendrá mal, creo, repasar las raíces mitológicas de la hermenéutica, que nos dicen que es eso –esclarecer, interpretar, declarar, traducir- que aparentemente hacía Hermes. Sabido es que los griegos le atribuían el origen del lenguaje y de los textos, y también que lo primero que hizo este hijo de Zeus y Maya (que para los hindúes es la diosa de la ilusión) fue desembarazarse de los trapos y paños con que lo habían envuelto en su cuna, volar hasta donde su hermano Apolo cuidaba los rebaños de Admeto y, aprovechando su embeleso ante la belleza de Himeneo, robarle doce vacas, cien terneras y un toro. De ahí les hizo cruzar toda Grecia, borrando sus huellas con diversos métodos (no hay acuerdo sobre esto): bien atándoles ramas a las colas, bien calzándoles zuecos, bien haciéndolos caminar para atrás (también dice el Tao: un buen caminante no deja huellas; no en vano Hermes es un dios oriental); y los escondió en una caverna de Pilos. Allí sacrificó dos animales a los dioses y volvió a su gruta de Cilene, donde se enfundó nuevamente en sus paños y vendas y se deslizó en la cuna. Antes tuvo tiempo de inventar la lira. Cuando Apolo fue a protestarle a Maya, ésta, furiosa, le mostró al niño, envuelto en pañales. ¿Cómo iba ese bebé inmovilizado a robar todos esos animales, hacerles cruzar media Grecia y esconderlos a la vista de los dioses? Al final, Zeus tuvo que interceder. Y yo pregunto: ¿este es nuestro esclarecedor, nuestro intérprete, el iluminador del sentido? ¿Un burlador, un cuatrero, un ocultista desde la mismísima cuna? Evidentemente, para los griegos algo en el lenguaje no necesitaba quedar del todo claro. Quienes se empeñaron –infructuosamente- en blanquearlo fueron, tiempo después, los teólogos cristianos. La palabra indescifrable, balbuciente y atronadora del viejo dios semita tenía que convertirse en mensaje diáfano, evangelizador, fijador de la verdad. De ahí que todavía nos cueste dejar de creer, gracias a los esfuerzos esta nueva concepción positivista de la comunicación, que Hermes iluminaba más que oscurecía. Y no nos olvidemos de su carácter esencialmente dual. Tan dual como el de la traducción.]
El caso es que huirle al bulto de la poética de campaña de la traducción conduce, a la corta o a la larga, a la dejación de nuestras responsabilidades como vectores y a la posibilidad de que otros llenen por nosotros el blanco de ese para qué. O sea que si nos decimos, con total sinceridad, “no sé por qué traduzco así”, nos estamos equivocando, al menos parcialmente, de preposición; no es por, es para. El por nos liga a una tradición; el para nos lanza en la confusa, titubeante, vulnerable pero valiente e inevitable dirección del traducir sub uno es traducir sub ene es traducir sub (infinito + uno) [trad1 = tradn = …. = trad∞+1].
Dicho lo cual, confieso que tardé muchos años y quizás aún siga tardando en entender la necesidad de poner en pie y, en la medida de lo posible, en marcha una poética propia de la traducción. Una poética en absoluto aislada del lugar y el momento pero, a su vez, fruto de la experiencia empírica y de, por qué no confesarlo, el azar. Un azar parecido al del discurso vuelto pensamiento que mencionaba antes, un azar aceptado como disparador de cultura, por decirlo así. Sería un necio si no supiera darle al azar el valor de agente conector de sinapsis, de guía sin objetivos trazados, de chispa que enciende el carburador de este vehículo que somos. Sin el azar no habríamos llegado todos juntitos a este instante en el que yo trato de exponer mi idea de una poética de la traducción y ustedes tratan de mantenerse despiertos en sus asientos, cuando podría haber sido exactamente al revés. Sin el azar no se habrían dado las tres o cuatro condiciones que yo creo indispensables para que esa poética sea la que por ahora es y no sea cualquier otra. Por supuesto, los factores que la hicieron como es son incontables, pero hay tres o cuatro que he conseguido aislar de ese magma en continuo movimiento que es la vida de uno. En primer lugar, el hecho de haber empezado a traducir en y para una variante de la lengua que no era la mía, que no me era del todo natural: el español de España vs. el castellano del Río de la Plata. Esta dicotomía tardó varios años en alcanzar un hervor crítico mínimamente articulable. En segundo lugar, el hecho de haber empezado traduciendo toda clase de textos técnicos y narrativos, algunos muy áridos y desalentadores, hasta tropezar, de pronto, azarosamente, con la traducción de poesía. Ojo, no estoy emitiendo juicios de valores, sólo enumerando coincidencias. En tercer lugar, el hecho de haber empezado a dar clases de traducción a posgraduados, sin tener yo mismo un título de grado. En cuarto lugar, el hecho casual de haberme cruzado en el camino de los Sonetos de Shakespeare.
Hubo sin duda (y sigue habiendo) otros hechos contemporáneos o posteriores a estos que también han ido incidiendo en la constante revisión de esta propuesta inacabada de poética, pero creo que a efectos de esta charla conviene que nos centremos en esos cuatro y luego, si se tercia, nos asomemos a los otros. De la circunstancia más, digámosle, existencial de todas, es decir, de mi leve pero sensible desplazamiento lingüístico e, inevitablemente, cultural, compartido además con muchos otros traductores latinoamericanos, ya me ocupé con hispana prolijidad (o sea, no tanto con orden como con exceso) en un artículo que formó parte del libro compilado por Gabriela Adamo, La traducción en América latina, en el que participó también Lucrecia Orensanz, por ejemplo, así que voy a ahorrarles el fárrago y trataré de rescatar de ahí los aspectos más funcionales a nuestro tema de hoy. No hay que ser un erudito para advertir que hablar y escribir son dos cosas distintas, que no solemos hablar como escribimos ni solemos escribir como hablamos. Pero… Quizá una rama ingenua de la lingüística o de la antropología o de la biología o de la etología sostenga que hablar es inherente al hombre (¿y a la mujer no?) pero escribir no tanto. Yo no lo creo. El texto es una instancia más de la serie concéntrica de representaciones que, nombrándola, nos amparan de la inaprehensible y lacerante realidad. Pero, sea como sea, el caso es que escribimos. Y que una cosa es la lengua y otra el habla. Y que no hay como traducir para hacer carne esa brecha. Y que no hay como traducir a una variante distinta de la que se habla para que esa brecha en la carne despierte nuestra curiosidad y desarrolle nuestro espíritu crítico. Puesto que llevo varias décadas viviendo esta circunstancia, mi curiosidad y espíritu crítico tuvieron ocasión de ir atravesando diversas etapas; en el artículo usaba una metáfora inmobiliaria: desde la etapa de huésped (casi turístico, pero tan ominoso como la raíz de huésped propone) de la nueva variante, pasé a la de inquilino o arrendatario y, de ahí, a la de iluso propietario. Y en esa ilusión propietaria estoy instalado ahora, a veces con la pragmática comodidad de quien toma mate en cualquier cacharro que encuentra a mano y otras con la inquieta sensación de que ni mi lengua ni mi habla son ni serán ya nunca del todo mías.
Sin embargo, nada me impide armar con ambas algo que pueda llamar estilo propio, y no me refiero sólo al estilo del autor literario sino, sobre todo, al del autor de traducciones. Aquí es donde interviene el segundo de los hechos azarosos que mencionaba: haber traducido de todo. Decíamos que traducir es traducir, no parece haber definición más precisa y exacta, más detallada y abierta a la vez que esta, más condenada de antemano al acierto. Pero sometámosla a prueba, no nos conformemos con el aforismo, no nos dejemos embelesar por la belleza de la rosa que fluye. Abrámosle la tripa, estudiémosle el hígado. Si traducir es traducir es traducir, entonces traducir prosa, poesía, manuales de balanzas electrónicas o documentos oficiales es, o debería ser, esencialmente lo mismo. Aceptar la hipótesis hepática implicaría aceptar que la técnica, el oficio, la delicadeza, la paciencia, el azar, la voluntad y, finalmente, el resultado de traducir unas y otras cosas son los mismos. Veamos si la exposición a la realidad pura y dura no nos demuestra lo contrario. No niego que en estos procesos haya diferencias lexicográficas -¡siempre esa obsesión por el léxico adecuado!-, diferencias de documentación, de manejo de registros, de género (si es que esa categoría taxonómica realmente existe), pero entiendo que nunca de interpretación, puesto que interpretar es justamente lo que todos hacemos, tanto si estamos convencidos de que la hermenéutica ilumina como si creemos, como yo, que oscurece al mismo tiempo, pues arroja otro texto hermético, otro texto cifrado, otro texto a media luz. Pero un momento: ¿A qué viene entonces eso del tropiezo azaroso con la poesía? ¿No habíamos quedado en demostrar que todo era lo mismo?
No, no habíamos quedado en eso. Habíamos quedado, y aquí se demuestra la utilidad del plural sociativo (porque el único que ha quedado en eso soy yo), en demostrar que la traducción de poesía era, en esencia, igual a la traducción de manuales de balanzas electrónicas. De la poesía y de los manuales que se ocupen sus autores o lectores. Para nosotros, el manual debería ser tan respetable, “literariamente hablando”, como un poema constructivista acerca de las balanzas; y un poema lírico, tan respetable, “tecnológicamente hablando”, como un manual de uso del amor, por poner un ejemplo. Y cuando digo respetable no me refiero al temor reverencial que puedan provocarnos uno y otro sino al cuidado con que debemos tratarlos. A la magnitud de ese cuidado, que debe ser la misma. La magnitud cuantitativa, se entiende, la cifra efectiva del cuidado; pero también la magnitud cualitativa, la calidad de ese cuidado, el compromiso con que encaramos la traducción. El compromiso no sólo con el texto de origen, eso que llamamos poco felizmente la fidelidad al original, sino el compromiso, sobre todo, con la cultura, con la lengua, con nuestro papel, como decía antes, de vectores culturales. Ese papel no queda relegado al área de la gran literatura, a la transmisión de las grandes ideas, de los principios elevados, de los sentimientos más puros, sino que lo abarca todo. Sin embargo, todo esto es algo que yo digo ahora, es algo que tiene que ver con mi experiencia particular y que no coincide en absoluto con lo que yo pensaba hace años (cuando traducía manuales de balanzas electrónicas soñando con poemas líricos). Es algo que, intuyo, no diría si no hubiera hecho ambas cosas.
[Me permito aquí otra digresión. Quisiera volver brevemente sobre el concepto de fidelidad que mencioné al paso. No me extraña que nos llamen traidores mientras ese bluff de la deontología profesional siga vigente. Me pregunto quién lo habrá acuñado. Un traductor seguro que no. A ningún traductor (no digo en su sano juicio, porque quién puede tirar la primera piedra) se le ocurriría atarse a semejante servidumbre abstracta. ¡Serle fiel al original! ¿Qué quiere decir ser fiel? ¿A qué cosas del original? ¿Al sentido? ¿Y cómo saber cuál es el sentido de algo cuyo sentido último a menudo desconoce incluso el propio autor? ¿A uno de los sentidos? ¿A cuál? Y en caso de que hubiera un único sentido y fuese diáfano, ¿no es en sí mismo un acto de violencia inaudita pretender llevarlo a otra lengua? Ya que estamos en la brecha, por qué no le damos la vuelta a la idea de fidelidad y afirmamos que traducir es siempre serle fiel al original, que no existe manera de escaparle a esa fidelidad, que la carta, como dicen que dice Lacan, siempre llega a destino y que nosotros, como proveedores “inocentes” de verdad (porque no somos tanto el cartero como la carta en sí, con sobre y todo), no podemos evitar entregar no sólo lo que el receptor espera o desea sino también aquello que no quiere ver –de ahí que nos tilde de traidores cuando, en realidad, somos la fidelidad hecha cuerpo. Porque, ¿cuántas veces hemos tenido que oír, de los mismos que nos tienen sospechados, eso otro lugar común de que la traducción a veces ilumina el sentido del original, como dicen por ejemplo los ingleses que les pasa con Shakespeare? ¿En qué quedamos, entonces? ¿Lo ilumina o lo traiciona? ¿O lo traiciona iluminándolo? Yo creo, e insisto una vez más, que ni una cosa ni otra. Nosotros no iluminamos –o, al menos, no deberíamos iluminar- el sentido, tampoco lo traicionamos. Sencillamente, somos –o deberíamos ser- daltónicos a la diferencia entre sentido y forma, entre carta y sobre, porque, de algún modo, somos, verbigracia: nuestra traducción es, ambas cosas. Y no todo el mundo lo acepta o quiere saberlo.]
Volvamos ahora, algo más sosegados después de haber limpiado nuestro estigma, a la poesía y los manuales de balanzas. Lo primero que traduje con cierta sensación de cómoda incomodidad fueron varios poemas de Poe. Como había sido uno de mis autores favoritos desde la pubertad (en cierto modo, Poe es un autor púber, siempre al acecho de la consumación imposible) y me sabía algunos poemas casi de memoria, convencí a un editor para que me dejara hacer una selección y con mi amigo Edgardo Dobry, también traductor y, qué se le va a hacer, poeta (y muy bueno, por cierto), nos pusimos a ello. No es ocioso que fuera Poe el autor traducido porque tiene varios textos en los que expone su idea de la construcción poética y uno en especial, La filosofía de la composición, dedicado a diseccionar los aspectos crudamente formales o materiales si se quiere, o sea, de manualidad alfarera, de uno de sus textos bandera, “El cuervo”. Saber que estuvo dudando entre un mirlo, un cuervo y un loro ayuda mucho a relativizar esa pátina gótica que a priori le endilgamos. ¡Imaginemos si se hubiera impuesto finalmente el perico y ahora Poe fuese famoso por “El loro”? Dijo el loro: “¡Nunca más!”. Estaríamos hablando de un autor paródico. Pero no son esas sus únicas preocupaciones; de hecho, lo que más espacio mental le ocupa son las cuestiones rítmicas, puramente sonoras, es decir, ligadas directamente al sentido del oído, de la escritura poética. La sonoridad, el ritmo, el loro antes que el sentido. Lo que llama la “unidad de efecto”. Y así me propuse traducirlo, con un resultado que aún hoy, y tras varias revisiones, no me satisface del todo; y todavía menos después de leer la traducción de “El cuervo” que hace Pessoa al portugués. Pero dejando de lado el resultado, lo que importa aquí es que el poema, lo mismo que a veces los manuales de balanzas electrónicas, venía con su propio libro de estilo, con su propio ARN mensajero: “donde digo digo digo digo, no quise decir diego”. O, al menos, eso entendía yo, porque mi amigo Dobry no estaba del todo de acuerdo y tuvimos que discutirlo largamente sin llegar a un acuerdo “operativo”. Lo cual nos lleva a otro tópico.
Dice o decía el también poeta paulista Haroldo de Campos que “toda traducción que se precie es una transcreación, y de ahí que cuanta más carga de complejidad poética presente un texto más fidedigna será también su traducción. En rigor, sólo lo difícil puede ser traducido, pues verter en otro idioma lo fácil es multiplicar la redundancia”. Bien. Analicemos la primera parte de esta idea a la luz de eso tan manoseado que dijo cierta vez un poeta más, Robert Frost: “Poetry is what gets lost in translation”. ¿A quién le hacemos caso, a un poeta o al otro? ¿No son ambos poetas reconocidos y, por tanto, autorizados? ¿Cómo es posible que su sensibilidad respecto del binomio traducción-poesía sea tan diferente, al punto de que parece que dicen cosas completamente opuestas? Calma. Que no panda el cúnico. ¿Es realmente opuesto eso que dicen de Campos y Frost? Siempre me asombró el integrismo antitraductor con que se interpreta lo de Frost, como si a nadie le cupiera duda de lo que estaba diciendo y, una vez interpretado, nadie dudase de que esa interpretación debía ser elevada a Verdad. Un poco como los talibanes dinamitando los budas pero al revés, ¿no? ¿Qué es la poesía? Eso que se pierde en la traducción. ¿Qué es la traducción? Eso que la traducción no logra conservar. ¡Fantástico, estupendo! Y todos la mar de contentos, como si ese silogismo fuese el tercer principio de la termodinámica, como si fuese el tiro capaz de matar a los dos pájaros. Como si no siguieran vivos, ambos. Como si no hubiese poesía traducida.
Pero Frost no escribe: “poetry is what is lost in translation” sino “what gets lost”, no es un acto pasivo sino casi volitivo, un perderse, un dejarse llevar más que un desaparecer. La traducción es el laberinto de la poesía, no la trituradora. La traducción es el lugar de donde emerge la poesía después de parecer extraviada durante un tiempo, después de haber estado siempre ahí, a la vista, en tránsito, como esa carta robada de Poe que mencionaba Lacan, que parece perdida pero siempre llega a destino. Por eso creo que de Campos ofrece una mejor traducción de esa frase de Frost, una traducción que no se angustia por el querer decir sino que descansa en el decir, ese decir que Berman llama “la letra” y Meschonnic “el ritmo”: cuanta más poesía parezca perderse en el laberinto de la traducción, más poesía saldrá de él. O, para ser más exactos, cuanta mayor carga poética, que para de Campos es igual a complejidad. Cosa que no deja de ser interesante: si la complejidad de un texto determina su carga poética y viceversa, hay textos legales, científicos, técnicos, hay manuales de balanzas electrónicas que, traducidos, deberían figurar entre los grandes hitos de la poesía, sobe todo si nos ponemos a traducirlos después de leer El principio de la composición. Todas estas ideas que trato de enarbolar aquí como un experto en decoración navideña estaban latentes o despertándose o en plena ebullición cuando emprendí la traducción de El cuervo y otros poemas. Y ahí es donde entran en danza los nenúfares.
El cuarto de los factores azarosos que me trajeron discursivamente hablando hasta aquí fue, como dije, el hecho de haber empezado a formar en traducción a posgraduados. Por supuesto, aprovechando la circunstancia de que la traducción de Poe estaba todavía tibia, utilicé parte del material de ese trabajo para elaborar algunos de los ejercicios de los seminarios, que después evolucionaron en talleres. Todo eso pertenece a la prehistoria de algo que todavía está germinando y que algunos de ustedes tendrán la desgracia de sufrir en carne propia: un curso de escritura para traductores que, expuesto a la luz, fue convirtiéndose cada vez más en un curso de desaprendizaje y reaprendizaje de lectura para traductores que en un comisariato de estilo. No tanto porque yo detectase esa necesidad previa en los participantes como porque la detectaba en mí mismo: si pretendía traducir escribiendo a la letra, primero tenía que saber leer esa letra de tal modo que, al tratar de escribirla, no escribiese lo que yo había creído leer dentro de ella después de inyectarle de antemano mis preconceptos, sino lo que esa letra, esa materia sensible, ese barro a medio cocer eran o son incluso cuando yo no los veo. Para eso, el único camino que se me ocurrió fue el de simplificar los procesos y llevarlos a áreas sensoriales más directas, más corporales de la experiencia perceptiva. El primer paso, siguiendo un poco intuitivamente la sentencia de Haroldo de Campos, fue identificar un registro fractal básico, una unidad de forma y fondo que se prestase al trabajo de abstracción, al sensible y paciente strip-tease de significados añadidos, a la tarea de desnudar lo que ya de por sí está desnudo aunque nos empeñemos en verlo vestido, como se empeñaban los aldeanos en ver al emperador hasta que alguien virgen de problemas de lectura supo leerlo tal cual era. Necesitaba algo que se pareciera lo más posible al lenguaje abstracto y para mí eso fue, oh coincidencia, la poesía. La poesía como manual de balanzas electrónicas. Tenía a Poe, tenía la idea. Pero no sabía adónde iba a llegar, ni cómo.
Entonces aparecieron los nenúfares. Aunque al principio no los había. Al principio, para ilustrar la idea de enfrentarnos al texto como un todo indiviso que debe ser respetado igual que se respeta un ecosistema natural me valí de un dibujito muy sencillo de una piscina, pileta o alberca llena de agua con un monigote asomado al borde. Eso me ayudaba a poner de manifiesto la noción tridimensional de profundidad y densidad material del texto y, a la vez, la de su virtud de dejarse atravesar. Era ortopédico pero funcionaba. Sin embargo, no me permitía transmitir toda la complejidad del ecosistema textual, así que de ahí pasé a la idea de estanque o laguna, al modelo orgánico que, tiempo después, intenté poner en imágenes de video, usando una pecera como representación de la cosa-texto-ahí natural o silvestre e incorporando el tiempo como cuarta dimensión de la lectura. Parece tonto pero hasta entonces no había caído en que el modelo de tres dimensiones recién cobra vida cuando le agregamos la cuarta, cuando lo ponemos en marcha, cuando lo violentamos con la acción. Porque, por prudentes y respetuosos que seamos, es preciso entender que nuestra lectura siempre será violenta, que siempre generará ondas en la superficie del estanque, siempre agitará los nenúfares que flotan en ella, siempre espantará el trajín o la calma de los peces, siempre removerá el fondo fangoso y enturbiará, aunque sólo sea una migaja, el agua aquí o allá. El tiempo, con su acción oxidante, ya empieza a modificar la obra desde la lectura, como bien teme el comentarista del experimento de Pierre Menard.
La distancia entre Cervantes y Menard es de reloj. He ahí nuestro principal problema, traductores: el tiempo. Nos sobra casi escatológicamente cuando necesitamos ser asépticos y quirúrgicos y nos falta perversamente cuando necesitamos que se estire y postergue la fecha de entrega de nuestra traducción. No obstante, sin ese vector no somos nada. Puede que nos fastidie, pero a la vez nos permite traducir y tenemos que evitar que se ofusque, al menos mientras estamos trabajando. Levi-Strauss habla, en El origen de las maneras de mesa, de un mito peculiar que se repite entre muchas y muy variadas y distantes tribus de indígenas americanos: el del transportador susceptible. Básicamente consiste en que un héroe tribal debe atravesar en determinado momento crucial un río caudaloso, y eso sólo lo puede hacer a lomos del más grande, feo y fiero de los animales al uso (a veces un caimán, otras un gran pájaro o un pez, etc.), que se ofrece a cruzarlo con la aviesa intención de comérselo a mitad de travesía. Para eso de pronto empieza a soltar bufidos putrefactos pero el héroe se cuida mucho de quejarse y alaba en cambio su perfumado aliento, de manera que al final llega sano y salvo a la orilla opuesta. Una vez allí, le dice al monstruo la verdad: su boca hiede a cloaca infecta. El bicho se pone como loco, pero nuestro traductor ya ha atravesado el estanque. A lomos del tiempo, hemos traducido y sobrevivido al intento.
Bien.Despejada la incógnita nenúfares, creo que ya sólo faltan los sudokus. Van a ver cómo, una vez que el vehículo ya no viene de frente y ha pasado, todo parece cobrar inesperada lógica. Así que vayamos al encuentro de la última de las contingencias azarosas: andaba yo chapoteando en la charca cuando conseguí que me propusieran traducir los Sonetos de Shakespeare. Hice valer para ello la también azarosa traducción de una de las obras más colaterales y conjeturales del Bardo, Pericles, príncipe de Tiro, que había hecho para la nunca bien ponderada colección “Shakespeare por escritores”, que dirigió hace años Marcelo Cohen. Y me puse alegremente a despellejar esos sonetos. Tenía bastante tiempo por delante pero yo soy un procrastinador empedernido y, además, necesitaba completar con otras traducciones menos morosas la contabilidad doméstica, así que tardé nuevamente bastante en darme cuenta de varias cosas. Primero, que aunque muchas de las versiones ajenas circulantes me resultaban eso, ajenas, o huérfanas en un aspecto u otro, todas en su conjunto configuraban un cuerpo realmente vigoroso y estimulante, un poco a lo Frankenstein. Segundo, que el apabullante aparato crítico disponible (creo que es Auden quien dice eso de que hay miles de veces más material sobre Shakespeare que obras del propio autor, que por otra parte podría no ser autor de ese material ni de nada) era también eso, apabullante, y que salvo contadísimas excepciones, no me serviría para cruzar el torrente sino, en todo caso, para hacerme caer al agua y ser devorado por el apestoso monstruo de Levi-Strauss –es decir, para sucumbir al tiempo y no acabar nunca la traducción. Asi que me aferré a esas contadísimas excepciones, que finalmente acabaron siendo tres, dos, una. Me resultaba mucho más productivo leer con cuidado y respeto lo que otros habían hecho antes que yo con los Sonetos que dejarme distraer por debates y peleas entre críticos de colegio. Incluso aunque muchos dijeran cosas sensatísimas y certeras. En mi caso, el mástil al que me até, aunque sin tensar demasiado la cuerda, fue el librazo de Helen Venders, una reconocida crítica shakespiriana estructuralista, The Art of Shakespeare’s Sonnets, que recomiendo vivamente.
Fiel a mi infidelidad al sentido y a mi idea materialista dialéctica de la dualidad hermenéutica a rajatabla, no era la interpretación del significado lo que me preocupaba (al fin y al cabo, para eso bastaba con leer los poemas con atención y sin pensar en quién podía haberlos escrito y por qué sino en lo que estaba escrito) sino la forma, el envase, el sobre de la carta en que quería presentarlos. Y ahí Venders me dio al menos dos cachetazos conceptuales, a saber: a) que los sonetos son, ante todo, una serie finita de estructuras finitas y similares entre sí y que comparten características y reglas de modo tal que cada unidad es tanto única como parte indivisa del todo –en otras palabras: como los fractales; y b) que cada soneto es como una parilla (de 10 x 14 en el original inglés de pentámetros yámbicos) en el que destacan o están fijas algunas palabras o nociones clave, lo que ella llama key words, y que pueden aparecer explícitamente o estar elididas pero espectralmente presentes. En otras palabras: como los sudokus. ¡Los Sonetos son sudokus! Los Sudokus de Shakespeare. Lo único que había que definir era la matriz y las cifras fijas, el resto consistía simplemente en un trabajo de ingenio, de relojería, de especulación matemática. Los Sonetos como una serie orgánica de instrucciones para operar balanzas electrónicas. Los Sonetos como letra, cuerpo, frecuencias de sonido, materia abstracta. De modo que armé la matriz: 14 versos por 11 sílabas, con rimas asonantes en ABAB CDCD EFEF y un pareado final GG. Y me puse a discutir mentalmente con Venders el asunto de las palabras clave, porque no siempre estábamos de acuerdo, aunque ella no lo supiera. En eso estaba cuando un colega me propinó el tercer cachetazo conceptual. En un Congreso sobre Traducción y Lengua en Rosario me encontré con Luis Martínez de Merlo, otro traductor poeta, que a la sazón estaba revisando su excelente versión de la Divina comedia para llevarla íntegramente a pies yámbicos, que es el ritmo original que Dante había dado a sus versos: “Nel mezzo del camin della mia vita…”, y él me convenció de que hiciera otro tanto con los Sonetos. ¿No están escritos en pies yámbicos? Pues eso. Yo de entrada deseché la idea, porque me asaltaba el temor apriorístico de que fuera una respiración demasiado binaria, que sonara a rima infantil. Para entendernos, el yambo es un pie bisilábico débil/fuerte y temí además que su lógica de acentos y respiraciones resultara artificial para el oído castellano, acostumbrado a una mayor complejidad métrica, sobre todo a partir de la tradición barroca en la que se funda, arma y asienta el endecasílabo. Por supuesto, Luis tenía razón: cuando por fin accedí a revisar lo que ya tenía andado (una tercera parte corta del trabajo), descubrí que los versos que mejor sonaban en mi traducción eran los que repetían el patrón yámbico y que esta regla se ajustaba perfectamente a la estructura aparentemente rígida pero viva por dentro como un estanque real de las matrices de sudokus. Y así están traducidos.
[Y aquí me permito la última digresión, que será bien corta. Durante el proceso muscular y a veces anaeróbico de la traducción no sólo me sorprendió advertir la similitud entre los sonetos y los sudokus, sino también su inesperada similitud con nuestras manifestaciones líricas actuales más próximas y cotidianas, como los boleros o los tangos. No me refiero al tema, porque eso era obvio: los Sonetos de Shakespeare hablan de la fragilidad de la vida, de la lucha entre las emociones y los impulsos, de la caducidad de la carne, de los celos, del deseo, del amor. Me refiero, una vez más, a la forma, a la materia prima con que están hechos, a su ritmo próximo al sollozo en ocasiones, a sus dramáticos altibajos y sus lánguidos estribillos. Es natural, los sonetos son canciones, pero ¿boleros y tangos? Y sin embargo algunos parecían copias directas de letras de Manzanero, de Discépolo… ¿Qué hacer con eso? Entonces pensé al revés: esos autores nuestros habían leído a fondo el barroco español, la poesía isabelina, eran herederos de una tradición a medias cultista y a medias popular. Esa percepción inversa me dio el coraje necesario para que aquellos boleros y tangos que había escrito Shakespeare sonasen, en mi traducción, a eso, a tangos y boleros -109, 110, 29…].
Salir vivo de esta experiencia me sirvió para entender que, en traducción, el sentido siempre está subordinado a la forma. Lo único que necesitamos es aprender a leerla de manera exhaustiva, paciente y respetuosa, sin que nuestra ansiedad interpretativa la oxide y desbarajuste antes de tiempo. En traducción punto, es decir, tengamos lo que tengamos delante. Para traducir prosa hace falta una actitud poética; para traducir poesía hace falta una actitud prosaica. Reproducir la matriz, volver a montar el mosaico con los mismos materiales, colores, brillos, huecos, tropiezos, matices e irregularidades que percibimos en nuestra lectura hará que el dibujo constituido por el todo aparezca. Y para eso hay que tratar con la misma dulzura y delicadeza lo grande, lo mediano y, sobre todo, lo pequeño y superficial, que es lo que sostiene al resto. Como dice el Tao, si no freímos con cuidado un pececito, ¿cómo vamos a poder gobernar un gran estado?
Gracias y buenas tardes.
Ver aquí ficha curricular de Andrés Ehrenhaus
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