En silencioby enlalunadebabel |
Publicado el 19 de marzo de 2014 en el blog En la luna de Babel de Scheherezade Surià.
Érase
una vez un hombre de negocios a un maletín pegado. Un padre de familia
que trabajaba sin cesar y se pasaba semanas enteras de viaje. Tan
cansado estaba de hablar, regatear y discutir condiciones que al volver a
casa, al calor del hogar, solo quería estar tranquilo.
No
era infrecuente que, acostumbrado a sus comidas y cenas de hotel en
silencio, le molestara la cháchara de sus hijos que, evidentemente,
disfrutaban de su presencia aunque les mandara callar o les lanzara «la
mirada del tigre» porque quería ver las noticias.
Era
un hombre serio y cortante en ocasiones, pero tenía un gran sentido del
humor. Era una persona con don de palabra y una caligrafía exquisita.
No se le daban muy bien los idiomas, pero había aprendido inglés solo y
aunque su hija le corregía con frecuencia, él se contentaba con
comunicarse a lo indio. Siempre decía que no se había quedado nunca sin
comer y que lograba hacerse entender con sus clientes sin problemas,
aunque se pasara meses enteros en Estados Unidos o en Japón.
Pero
todo cambió unas navidades. Una mañana se despertó, se levantó de la
cama y se dispuso a prepararse el desayuno como siempre. Los demás
seguían acostados. Aquellas primeras horas del día no cruzó ni una sola
palabra con nadie. Sin embargo, cuando llegó a su despacho y quiso
encender el ordenador, notó que algo no andaba bien: no conseguía
acordarse de la contraseña. Una vez. Error. Otra vez. Error. Nada, que
no había manera. Y lo malo era que, en la soledad del autónomo, no había
nadie alrededor que tuviera esa información.
Frustrado,
bajó al bar de siempre para tomarse un cortado. Sus primeras palabras
del día. «Qué raro», pensó cuando reparó en la cara de extrañeza del
dueño del bar, que le conocía de toda la vida. Al parecer, y aunque en
su cabeza el discurso era coherente, lo único que le salían eran sílabas
desordenadas y desparejadas.
Acudió
al hospital, donde todo el mundo estaba tan extrañado como él. Sentado
en su cama con el batín (sí, a lo Hugh Hefner), trataba de mantener una
conversación con la familia, pero era imposible. No se le entendía, se
le trababa la lengua y al darse cuenta de que las palabras no le salían
como quería, exclamó «¡ñoco!» en varias ocasiones. Se rieron juntos; era
marca de la casa, aunque del revés.
Tras
una semana en el hospital, le dieron el alta a la espera de volver a
ingresar en otro. Tenía un tumor cerebral. Durante su segundo ingreso,
empezó a empeorar. Dejó de hablar; no podía. Se tocaba la cabeza,
dolorido, pero era incapaz de articular palabra. Ni una.
Una
noche tuvieron que intervenirle de urgencia. Se moría y no encontraban
el motivo: la medicación no funcionaba. Fue entonces cuando descubrieron
por qué. No era un tumor. Le habían estado tratando un tumor
inexistente: era una infección cerebral que le ocupaba todo el
hemisferio izquierdo. Un absceso por estreptococos causado, muy
probablemente, por una leve infección de oído. Entre la espera y el
error en el diagnóstico, sufrió una meningitis.
Consiguieron
salvarle la vida, pero se pasó unas semanas como un ser primitivo,
callado y con arrebatos violentos, que no reconocía a su familia y que
se negaba a tragar o fulminaba con la mirada cuando se le daba de comer
muy despacio o muy deprisa.
La
situación en el hospital no era mucho mejor. El personal le atendía lo
mejor que podía, pero cada vez le daban más ataques epilépticos y las
pruebas eran más espaciadas. En la sala de espera de la UCI aguardaba
una familia entera de gitanos, con sus sillas de camping, colchonetas y
bolsas de comida. Las madrugadas se hacían interminables con ese ruido
de fondo y nadie se atrevía a decirles nada, ni la seguridad del
hospital ni la policía.
Se
pasó prácticamente un mes ingresado en la planta de cardiología y no en
la de neurología porque no había camas. Tampoco se le facilitaban
botellines de agua y no precisamente por prescripción facultativa. Aún
hospitalizado, llegaron a pedirle a la familia que se trajera los
medicamentos de casa. Pequeñas o grandes cosas, según se mire, que
acrecentaban el dolor de todos.
Cuando
le dieron el alta seguía sin poder hablar. Los médicos no se ponían de
acuerdo. Algunos decían que recuperaría el habla en breve; otros, que
tardaría más. Unos decían que entendía bien lo que se le decía; los
demás, que no estaban seguros de que su cerebro funcionara bien todavía.
En general, eso sí, todos apostaban por una mejoría. Durante un tiempo
acudió a rehabilitación, pero su vida ya había cambiado por completo. De
la noche a la mañana había pasado de ser una persona activa a alguien
dependiente.
Este
hombre es mi padre. Han pasado dos años y sigue sin poder hablar. Lee a
duras penas y no siempre entiende lo que hay escrito. No puede
escribir, ni siquiera ayudándose de un teclado. Su caligrafía se quedó
donde sus palabras, en algún cajón de su cerebro que no logra abrir.
Echo
de menos hablar con él, oír su voz —que apenas se aprecia en sus
balbuceos— y su risa. Intercambiar unas pocas palabras, aunque sea para
hablar del tiempo. Quién me diría a mí que llegaría a extrañar sus tacos
y sus salidas de tono, sus intentos por provocarme con temas políticos.
Damos tantas cosas por supuesto que muchas veces no valoramos lo
suficiente el poder de las palabras, de una conversación y, en
definitiva, de la comunicación.
Hoy, 19 de marzo, estas letras están dedicadas a él, a mi padre, aunque no pueda leerlas.
«T’estimo».
No hay comentarios.:
Publicar un comentario