Foto: Carlos Cisneros/ archivo La Jornada |
Elogio de Selma
Adolfo Castañón
La Jornada Semanal
29 de diciembre de 2013
La Jornada Semanal
29 de diciembre de 2013
Una mañana de fines de
1985, en las oficinas del Fondo de Cultura Económica, conocí a Selma
Ancira Berny (por cierto, el nombre de Selma es aféresis de Anselma,
que a su vez proviene del germánico y tiene que ver con aquel o aquella a
quien un dios sirve de protección, helm, Selma en efecto
trae la protección divina que le sirve como yelmo). Me la presentó y
encargó don Jaime García Terrés. Antes de cruzar siquiera una palabra
con ella, oí que una voz decía nítidamente dentro de mí: “Es griega”;
yo, como un autómata, al saludarla, le dije: “Eres griega.” Ella disparó
una carcajada homérica que me hizo sentir un niño o un enano ante la
figura menuda y pulcra de esa muchacha con cara de niña que llevaba el
nombre de la escritora sueca Lagerlöff, cuyas leyendas y narraciones
perfumaron los jardines enterrados de mi infancia. Años después la joven
helenista Selma traduciría, para el Fondo de Cultura Económica, a
Yannis Ritsos y los ensayos de Giorgos Seferis.
Como abejas de panales vecinos, nos hicimos amigos;
los autores y libros que zumbaban en nuestras mentes y corazones
encontraron en nosotros un punto de reunión, un claro del bosque al que
llegábamos para conversar y compartir el pan y la sal de la experiencia
leída, vivida, entrevista en sueños. Tuve la buena estrella de
acompañar a Selma Ancira a la agonizante URSS
en septiembre de 1986 a una fantasmal Feria del Libro que se celebraba
allá donde parecían salir de las catacumbas de la exclusión muchos
escritores que luego serían conocidos fuera. Si yo creía conocerla un
poco, allí me quedó claro de que la había ignorado casi completamente,
como aquel que cree haber puesto pie en una isla sin darse cuenta de
que en la realidad había alcanzado a poner el pie sobre el lomo de una
ballena; en Moscú, Selma se transformó como una crisálida que
repentinamente despliega en el aire sus alas como una mariposa. Daba la
impresión de que Selma conocía a todo el mundo o que no sólo hablaba
su idioma sino que por así decir era capaz de adivinar sus pensamientos
más secretos. Desde que llegamos al aeropuerto hasta que salimos diez
días después de Moscú, me acompañó esa impresión de que Selma era capaz
de hacer cantar a las piedras, hablar a los árboles, hacer bailar los
muros y torres, conversar con los pájaros y las estrellas, hacer brotar
el aguamiel de una sonrisa de un rostro de roca, cuando no reír y
cantar como una hija pródiga que regresa y es reconocida y bendecida
con júbilos y aleluyas. ¿De dónde podía venir esta órfica familiaridad
estremecedora? ¿De los años en que la niña adolescente Selma estuvo en
la urss estudiando hasta obtener –con su carita de inocencia– un
doctorado en Filología Eslava venciendo con gracia y despreocupación
olímpicas arduas pruebas que habrían intimidado al oso de la Sorbona y a
la hiena del currículo y de los expedientes? ¿O bien en algo que Selma
traía en la sangre heredada de los Ancira del norte de México, y como
estaba emparentada con los fundadores del hotel? Al que no conocía,
Selma lo reconocía o lo convertía en un pariente desconocido al que
volvía a encontrar. Conocimos y visitamos a muchos escritores en
aquellos días: Anatoly Ribakov, Victoria Tokareva, Ludmila
Petrushevskaya, Vladímir Dudinsev, Chinguiz Aitmatov, Yuri Kariakin.
Íbamos y veníamos por un Moscú helado y lluvioso, Selma se orientaba lo
mismo en los laberintos interminables del titánico Hotel Rusia que en
la enorme casona donde se alojaba la Asociación de Escritores. Tenía
muchos, muchos amigos, pero entre todos y tantos recuerdo en particular
a uno: Yuri Greidin, un obelisco con grandes ojos que sabía hablar
español y con el cual Selma me encargó y me mandó de viaje en su
compañía a la antigua ciudad rusa de Novgorod, una ciudad de juguete,
hecha toda de madera, capital de la antigua Rusia y cuna de
Rachmaninoff.
Foto: Luis Humberto González/ archivo La Jornada |
En Novgorod descubrí algo que tenía que ver con
Selma: en una de las iglesias más antiguas descubrí una imagen de la
Theothokós –o sea de la Virgen–, una figura que no se contentaba con
parecerse a Selma sino que tenía la misma mirada deslumbrante que
chispeaba en los ojos de la hija de Carlos Ancira, “el jardinero de
fantasmas”, mexicano que le había prestado cuerpo y presencia al loco
del Diario de un loco, de Nikolai Vassilievich Gogol como quien
realiza y actualiza un acto ritual durante muchos años en el
escenario. Es natural que, al volver a Moscú, tuviera miedo de mirar de
frente a Selma, temeroso, cauteloso (y deseoso) de no encontrarme con
la mirada de aquella Inmaculada entrevista en Novgorod que era capaz de
tragarse al peregrino ruso o mexicano en el beso abismal de su mirada y
lengua de fuego. Esas lenguas de fuego las volví a ver pintadas en el
museo del pintor Anatoly Rubliov que Selma hizo abrir para nuestra
visita como una cerrajera experta que conoce los secretos de las amas
de llaves eslavas. Ahí la nueva Rusia inventada por la educación
soviética me dejó una huella inolvidable cuando nuestro guía me hizo
saber su completa extrañeza ante el mundo imaginario cristiano: ajena a
conceptos, palabras como “apocalipsis” o transfiguración, palabras que
le eran desconocidas. Esa especie de nuevos lectores “laicos” e
incultos eran precisamente lo que suscitaba el temor y la angustia de
una poeta tradicional como Marina Tsvietáieva. La experiencia de ese
viaje a Moscú en compañía de Selma Ancira quedó resonando en mí durante
muchos años. Compartí con ella experiencias como la de ver
escenificada la obra Corazón de perro, de Mijail Bulgakov, en
un escenario empedrado de carbón, o ir a visitar al día siguiente el
departamento en que había vivido el escritor tan sospechoso como
venerado al que nos permitieron asomarnos, entre recelosos y
respetuosos gracias a la verba persuasiva de la misteriosa Ancira.
En esos días tuve la sensación de haber estado
compartiendo cada minuto con una hija de Hermes y de Babel en quien se
hacía cuerpo y letra el fuego de Pentecostés, el ascua de la
traducción. Pero todo esto sólo profundizaba el enigma: ¿quién era en
verdad esta mustia vestal políglota? ¿De qué fuego estaba hecha su
ascua? ¿Por qué me había brindado un poco del vino espumoso de su
amistad? Leyendo sus traducciones del ruso a lo largo de los años, sus
versiones de Tolstói y de Chéjov, de Pushkin y de Bulgakov, de Marina
Tsvietáieva y de Gogol y Dostoievsky, tengo a veces la impresión de que
en ella y en sus traducciones cobra cuerpo y presencia –whatever that means–
el alma rusa, el alma esteparia y errante del eslavo peregrino,
hermana de esa otra alma no menos alerta que es la de la llanura y el
llano en llamas americano. Y es que Selma Ancira es –así lo tienen que
reconocer en España– profundamente mexicana y americana en sus acentos
y tonos criollos y señorialmente mexicanos, acentos y prosodia
patricios que visten a su idioma de una naturalidad que –no hay otra
palabra– sólo se puede decir casta. No sé si sea por esa razón que la
traductora Selma Ancira puede ser llamada una escritora o traductora;
una inteligencia que sabe nadar muchos kilómetros a contracorriente
para ir a depositar sus huevos en el nido más prístino y recóndito para
que ahí puedan volver a dar vida. Esta condición del que sabe ir a
contracorriente durante mucho tiempo sin perder el rumbo en la aparente
agitación es, creo, uno de los secretos de esta celosa constructora de
puentes entre un archipiélago y otro.
Dije que Selma Ancira vivió durante muchos años
–los años de su juventud y adolescencia– en la Unión Soviética y que ha
sabido traer la comunión con las letras rusas hasta las playas de esa
otra periferia de Europa que es la cultura y la lengua española en
América. No dije que al mismo tiempo –y como quien no quiere la cosa–
que Selma Ancira descansa de Rusia, España y México en Grecia, y que es
ahí, en ese archipiélago en ese otro continente Caribe, donde ha
encontrado la tercera mitad de su corazón: traduciendo a Yannis Ritsos y
Giorgos Seferis, acariciando las aristas del alfabeto cirílico ya no
desde la perspectiva eslava sino desde el ángulo helénico, sin mayores
aspavientos, y siempre cumpliendo su tarea iluminada por un oficio de
piedad –de piedad ortodoxa y eslava, helénica y pagana, Caribe y
mediterránea.
¿Selma Ancira es entonces ese ser capaz de armar y
desarmar historias entre el español y el ruso, el griego moderno y la
lengua leal y jubilosa del que ha sabido ir más allá de las
adaptaciones y ha sabido dar con el tañido de su propia campana? Sí, y
algo más: es la mediadora que trae en sus manos de letras la ofrenda
traducida de la poderosa voz de Marina Tsvietáieva, al mundo de habla
hispana, a México que habla español gracias a otra Marina, la lengua
Malinche, que algo tiene que ver con la traducción. Esa mediación no es
accidental: hay en el fondo algo de necesario, entre esos extremos
acaso complementarios que son Rusia y México. Esa complementariedad
tiene que ver con la alegría opuesta al terror que hacen sobrevivir a
la humanidad a través de las figuras de Marina Tsvietáieva y de Boris
Pasternak, de Riner Maria Rilke y de Leon Tolstói, de Nikolai
Vasilievich Gogol y de Alexander Sergei Pushkin, de Johan Wolfang
Goethe y de Miguel de Unamuno.
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