Una novela gráfica sobre escritores
y mis manías como traductora
Me pregunto si los libros que leemos en nuestra infancia temprana marcan de alguna manera el rumbo de las futuras lecturas. En mi caso, Tintín fue compañero de mis ratos de lectura de niña, antes de pasar a libros más densos en texto. Y quizás de ahí viene mi gusto por la novela gráfica. No puedo decir que sea conocedora y coleccionista en ese terreno, nada más que de repente caigo flechada por alguno de esos libros de muchos monos y poco texto, y quedo enamorada. En Navidad recibí una de estas novelas de la que nada sabía ni tampoco recordé verla en los stands de la Feria del Libro, donde estoy segura de que mi marido la compró. No supe tampoco si me la regalaba por alguna razón en especial, como el tema o que hubiera leído alguna buena reseña. El libro, Tamara Drewe de Posy Simmonds, estuvo muy quieto en su estante de la biblioteca hasta hace unas semanas en que, buscando qué leer porque acababa de terminarme una novela, me la encontré y me lancé a sus páginas sin saber nada más. Y me atrapó de tal manera que lo devoré en tres sentadas, escamoteándole el tiempo al trabajo y al sueño.
Lo primero, me gustó el concepto narrativo: una especie de collage de novela gráfica y narración clásica en una misma página, con lo cual el lector es capaz de “ver” ciertos detalles de la acción, además de leerlos descritos. Y también permite abordar de una vez (por escrito y en gráfico) algunos puntos cruciales.
Lo segundo, la forma de narrar. Tres personajes más bien pasivos narran en primera persona la acción que ellos ven pero que otros detonan. De esa manera, no hace falta ahondar demasiado en ninguno de los tres, y basta con dejarlos ser y reaccionar frente a lo que ven, ya sea tomando las riendas de su vida o nada más subiéndose al potro desbocado del azar sin pensarlo dos veces para dejarse llevar. No tener que explicar ni describir mucho a esos tres personajes principales los hace más humanos.
Lo tercero, el contexto: una banda de escritores recluidos en un refugio creativo en la campiña inglesa. Una burbuja aparentemente perfecta en cuyo interior se desatan celos, intriga, despecho y amores no correspondidos. Una de esas situaciones como de laboratorio de pasiones que tan bien supo desarrollar Agatha Christie.
La lectura es un placer, no solo por la historia sino también por el ritmo que no se rompe a pesar del cambio de voces ni de la transición de texto a imagen. El detalle de que a cada uno de los narradores le corresponda un tipo de letra diferente contribuye a lograr un efecto cuidado.
No tengo elementos para afirmar si el libro está bien o mal traducido, pero los lectores solemos dejarnos llevar por la impresión de que, si el texto fluye, está bien traducido, aunque esa aparente fluidez pueda ser una gran mentira, una máscara construida por el traductor o el editor. Como no tengo el original a mano para comparar, no puedo hacer más que hablar como lectora de la traducción. Y tengo que reconocer que una de mis prevenciones al leer novela gráfica o cómic es el slang y lo localista que pueda ser la traducción, excluyendo a lectores de otras geografías hispanohablantes. En este texto sí encontré tropezones en la lectura, aunque diría que son menores y me parece que todos del mismo tipo. Abundan los “gilipollas”, los adolescentes se “morrean” y los adultos se “cabrean”. Habrá por ahí otros peninsularismos dispersos, pero nada de eso hace que el texto resulte impenetrable. Aunque a mis ojos, sí convierte a los ingleses en españoles. Como traductora, yo hubiera procedido de otra manera, buscando opciones menos marcadas por un uso regional para dejar a los personajes como ingleses que hablaran español, en una burbuja cultural de una campiña inglesa ficticia donde la lengua de comunicación fuera español, no la variante de aquí ni la de allá, sino una nueva, recién creada para encajar en las necesidades textuales y contextuales. Le abono a esta traducción que es coherente, al menos, en esto de “localizar”, y esa no es mi queja. Yo lo hubiera hecho de otra forma, convenciendo al editor de no iberizar el cuento sino de forzar al español a reflejar lo británico, no más. La decisión editorial en este caso fue la opuesta, pero se mantuvieron los parámetros para lograrlo y no encontré resbalones en el texto.
Las piedras con las que tropecé al leer fueron otras: unas cuantas frases y expresiones que el traductor no debió entender en este contexto y que tradujo literalmente aunque no tuvieran mucho sentido. ¿El efecto? El mismo que cuando en una película algunos parlamentos breves quedan mal traducidos en los subtítulos. Un leve y pasajero extrañamiento, no más, y cierta curiosidad de saber qué diría en el original.
Entiendo que esas cosas sucedan de vez en cuando en el cine, pues los plazos para el subtitulaje suelen ser muy apretados y no existe una cadena de revisión y cotejo, como en la industria editorial. Pero, ¿en un libro? Aunque sé que lo que encontré fueron tropiezos menores y escasos, no puedo creer que haya habido un corrector o un revisor que se quedara tan contento y dejara pasar esas frases fuera de lugar, como cabos sueltos. Como lectora perfeccionista y algo maniática que soy, hubiera preferido un trabajo más juicioso sobre el texto, que no dejara esos deslices patentes.
A pesar de esos mugres en el lente, Tamara Drewe de Posy Simmonds bien vale la pena leerse. El contrapunto entre los tres personajes famosillos y los tres pasivos observadores, la manera en que la novela se burla veladamente del mercado editorial y del periodismo contemporáneo, y el modo en que retrata el “drama de la fama”, sazonado todo con el vinagre del humor inglés, da para un rato de esparcimiento inteligente y algo de reflexión.
Posy Simmonds, Tamara Drewe (traducción de Lorenzo F. Díaz), Editorial Sins Entido, Madrid, 2009.
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