Colegas,
nos comparte Miguel Ángel Leal el siguiente artículo de
Roberto Calasso, tomado de El Malpensante.com. Menciona Calasso a Aldo
Manuzio, sobre quien la editorial Aldus (http://alduseditorial.tumblr.com/) sacó en 2000 el bellísmo librito Aldo Manuzio, episodios para una biografía, de Paul F. Grendler y Julia Cartwright, con prefacio y traducción de Gabriel Bernal Granados. Muy recomendable.
La edición como género literario
Resulta fácil saber en qué
consiste una mala editorial. Las hay por decenas y todas se parecen
mucho en la mezcla de mercantilismo y miopía. En cambio, no existe una
fórmula cierta para hacer una buena. El autor de este ensayo, sin
embargo, puede hablar del tema con conocimiento de causa, pues la suya
ha sido durante años una de las mejores editoriales en lengua italiana.
Quisiera hablarles de algo que generalmente se da por entendido,
pero luego no se revela como obvio en absoluto: el arte de publicar
libros. Y primero quisiera detenerme un instante en la noción de edición
en sí, porque me parece que está envuelta en una notable cantidad de
equívocos. Si se le pregunta a alguien: ¿qué es una editorial?, la
respuesta habitual, y también la más razonable, es la siguiente: se
trata de un ramo secundario de la industria, en el cual se trata de
hacer dinero publicando libros. Y ¿qué debería ser una buena editorial? Una buena editorial sería —si se me concede la tautología— la que supuestamente publica, dentro de lo posible, sólo
buenos libros. O sea, para usar una definición rápida, libros de los
que el editor tienda a estar orgulloso, y no a avergonzarse de ellos.
Desde este punto de vista, una editorial semejante difícilmente podría
revelarse de particular interés en términos económicos. Publicar buenos
libros nunca ha vuelto espantosamente rico a nadie. O, por lo menos, no
en una medida comparable con lo que puede suceder abasteciendo al
mercado de agua mineral o computadores o bolsas de plástico. Al
parecer, una empresa editorial puede producir ganancias notables sólo a
condición de que los buenos libros sean sumidos entre muchas otras cosas
de calidad muy diferente. Y cuando están sumidos, se pueden anegar
fácilmente —y así desaparecer por completo.
Luego, será bueno recordar que la edición en numerosas ocasiones ha
demostrado ser una vía rápida y segura para derrochar y chuparse
patrimonios sustanciosos. Se podría además agregar que, junto con roulette y cocottes,
fundar una editorial siempre ha sido, para un joven de nobles orígenes,
una de las maneras más eficaces de despilfarrar su fortuna. De ser así,
la pregunta es cómo es que el papel del editor ha atraído a lo largo de
los siglos a un número tan alto de personas —y continúe considerándose
fascinante y, en cierto modo, misterioso también hoy—. Por ejemplo, no
es difícil darse cuenta de que no hay título más codiciado por ciertos
poderosos de la economía, quienes con frecuencia se lo conquistan
literalmente a un precio de oro. Si esas personas pudiesen afirmar que publican
verduras congeladas, en vez de producirlas, presumiblemente serían
felices. Se puede entonces llegar a la conclusión de que, además de ser
un ramo de los negocios, la edición siempre ha sido una cuestión de
prestigio, no por nada sino porque se trata de un género de negocios que
es a la vez un arte. Un arte en todos los sentidos, y seguramente un
arte peligroso porque, para practicarlo, el dinero es un elemento
esencial. Desde este punto de vista, bien se puede sostener que muy poco
ha cambiado desde los tiempos de Gutenberg.
Y sin embargo, si pasamos la mirada por cinco siglos de edición
tratando de pensar en la edición misma como un arte, en seguida vemos
surgir paradojas de todo tipo. La primera podría ser ésta: ¿con base en
qué criterios se puede juzgar la grandeza de un editor? Sobre esta
cuestión, como solía decir un amigo mío español, “no hay bibliografía”.
Se pueden leer estudios muy doctos y minuciosos sobre la actividad de
ciertos editores, pero muy rara vez se encuentra un juicio sobre su
grandeza, como en cambio sucede normalmente cuando se trata de
escritores o pintores. ¿De qué estará hecha, entonces, la grandeza de un
editor?
Trataré de responder a la pregunta con algunos ejemplos. El
primero, y quizá el más elocuente, nos remite a los orígenes de la
edición. Con la impresión ocurrió un fenómeno que se repetiría más tarde
con el nacimiento de la fotografía. Al parecer hemos sido iniciados en
estas invenciones por maestros que inmediatamente han alcanzado una
excelencia inigualable. Si se quiere entender lo esencial de la
fotografía, basta estudiar la obra de Nadar. Si se quiere entender qué
puede ser una editorial, basta echar un vistazo a los libros impresos
por Aldo Manuzio. Él fue el Nadar de la edición, el primero en imaginar
una editorial en términos de forma. Y aquí la palabra “forma” se
entiende de muchas y diferentes maneras. En primer lugar, la forma es
decisiva en la elección y en la secuencia de los títulos a publicar.
Pero la forma tiene que ver también con los textos que acompañan a los
libros, además de la manera en que el libro se presenta como objeto. Por
eso incluye la portada, el diseño, la compaginación, los caracteres, el
papel. El propio Aldo solía escribir bajo la forma de cartas o epistulae
aquellos breves textos introductorios que son los precursores no sólo
de todas las introducciones, prefacios y epílogos modernos, sino también
de todas las solapas de los forros, los textos de presentación a los
libretos y la publicidad de hoy. Fue aquél el primer indicio del hecho
de que todos los libros publicados por cierto editor podían ser vistos
como eslabones de una misma cadena, o segmentos de una serpiente de
libros, o fragmentos de un solo libro formado por todos los libros
publicados por ese editor. Ésta, obviamente, es la meta más audaz y
ambiciosa para un editor, y así ha persistido desde hace quinientos
años. Y si les parece que se trata de una empresa impracticable, bastará
recordar que también la literatura, si no oculta en su fondo lo
imposible, pierde toda magia. Algo similar creo que se puede decir de la
edición —o al menos de ese particular modo de ser editor, que
ciertamente no ha sido practicado muy a menudo a lo largo de los siglos,
pero a veces con resultados memorables—.