Tomado de: http://cultura.elpais.com/cultura/2012/09/26/actualidad/1348657096_697540.html
Lo fundamental tiende a ser o a volverse invisible. Porque son
fundamentales y porque su trabajo está en todas partes los traductores
tienden a desvanecerse en la invisibilidad, y también porque cuando
mejor hacen su oficio menos huellas quedan de él, hasta el punto de que
parece que no hayan intervenido. Notamos que una traducción “nos
chirría” de una manera parecida a como notamos el chirrido en los
cambios de marchas que hace un conductor atacado o inexperto. Salta una
palabra rara, un giro que visiblemente pertenece a otra lengua, y solo
en ese momento recapacitamos de verdad en el hecho de estar leyendo una
traducción. Que pensemos casi exclusivamente en el traductor cuando
intuimos que se ha equivocado es una prueba simultánea del valor de ese
trabajo y del poco reconocimiento que suele recibir, más todavía en unos
tiempos en los que los textos circulan por Internet sin la menor
constancia de su origen y en los que algunas personas imaginan que no
hay mucha diferencia entre un traductor automático y un corrector
automático de ortografía.
Pero quizás siempre ha sido así. Yo reparé en que la mayor parte de
los libros que leía habían sido traducidos por alguien casi tan
tardíamente como en que las películas tenían un director. Llevo toda la
vida agradeciendo el efecto que tuvieron sobre mi imaginación y mi
vocación las novelas de Julio Verne —no me acostumbro a escribir Jules—,
pero nunca he pensado en las personas casi siempre anónimas que las
traducían, seguramente con muy escaso beneficio, para las editoriales
Bruguera, Sopena o Molino. La primera vez que supe el nombre de uno de
los traductores de Verne fue cuando en los años de avaricia lectora de
la universidad encontré las nuevas traducciones de algunas de sus
mejores novelas que Alianza encargó a Miguel Salabert, que también
tradujo de nuevo por aquellos años La educación sentimental y Madame Bovary. Pero quién habría traducido para mí sin que yo lo supiera El conde de Montecristo, o el Diario de Daniel o Papillon o Sinuhé el egipcio, por no ponernos exquisitos en el recuento de lecturas, o aquellas páginas de La peste
que me parecía adecuado llenar de frases subrayadas, quizás con la
esperanza de que alguien (del sexo femenino preferiblemente) tomara nota
admirativa de mi agudeza intelectual.
Un amigo editor y poeta muy querido y monstruosamente sabio me
aseguraba hace poco que ha decidido dejar de leer traducciones, porque
ha llegado a la convicción de que le compensa más concentrarse en las
literaturas de lenguas que ya conoce. Como en su caso éstas incluyen,
que yo sepa, el castellano, el catalán, el francés, el alemán, el
italiano, el latín y el inglés, tengo la impresión de que mi amigo no es
muy representativo. Los demás, en mayor o menor medida, necesitamos la
mediación continua de los traductores, y es un indicio de nuestra
creciente penuria intelectual que en estos tiempos de abaratamientos y
recortes se note tanto la baja consideración del oficio, la poca
recompensa que obtienen los mejores y la prisa o el descuido con que se
dejan pasar traducciones mediocres o directamente inaceptables.
Curiosamente, también la mala traducción tiene sus admiradores, y su
influencia literaria: cada vez más encuentra uno artículos de periódico e
incluso páginas de novelas que están escritos como si fueran
traducciones inexpertas del inglés, o incluso atroces doblajes de
películas. Se ve que por los caminos de la ignorancia y el papanatismo
estamos volviendo a los tiempos de mi adolescencia, cuando las estrellas
del pop autóctono no tenían idea de inglés pero afectaban un acento
americano al cantar en español.
Quien más depende del traductor, claro, es el escritor mismo. Eres en
otra lengua exactamente lo que tu traductor haga de ti. En la mayor
parte de los casos, y salvo ese amigo mío políglota que bien puede saber
más lenguas de las que yo creo, o haber aprendido alguna más desde la
última vez que hablé con él por teléfono (quizás tenga todavía más
capacidad de hablar por teléfono que de aprender idiomas), uno está
entregado de pies y manos: un día recibes un libro que debe de ser tuyo
porque está tu nombre en la portada, y quizás tu foto en la solapa, pero
eso que seguramente se parecerá mucho a lo que tú escribiste hace
tiempo es del todo indescifrable, a veces tanto como si estuviera
escrito en los caracteres de una antigua lengua extinguida. Hace falta
un acto de fe: si uno sabe cuántas veces ha disfrutado, ha aprendido, se
ha emocionado, leyendo traducciones del ruso o del japonés, o del
hebreo, o del griego, cabe perfectamente la posibilidad de que ahora
suceda el efecto inverso. Gracias al traductor ocurrirá un prodigio: lo
que tú has escrito resonará en la conciencia de alguien en una lengua
del todo ajena a ti, en lugares del mundo en los que no vas a estar
nunca. Personas que te parecen tan ajenas como habitantes de la Luna
resulta que son casi exactamente como tú. Puedo atestiguar que casi cada
día, por ejemplo, Elvira Lindo recibe desde Irán cartas de lectores
adolescentes y jóvenes que se han vuelto adictos a las aventuras de
Manolito Gafotas en farsi. Lo más singular, sin dejar de serlo, resulta
ser inteligible en casi cualquier parte. Algo se pierde siempre hasta en
la mejor traducción, pero también se gana algo, o se fortalece algo,
quizás el núcleo de universalidad que hay siempre en la literatura.
Durante un par de días, en Ámsterdam, he convivido con un grupo de
traductores de mis libros: al holandés, al francés, al alemán. Algunos,
de tanto trabajar conmigo durante años, ya eran amigos míos: Philippe
Bataillon, Willi Zurbrüggen; a los demás los he ido conociendo estos
días: Jacqueline Hulst, Ester van Buuren, Adri Boon, Erik Coenen, Frieda
Kleinjan-van Braam, Tineke Hillegers-Zijlmans. Un mismo libro se vuelve
otro ligeramente distinto en la imaginación de cada lector: pero esa
multiplicación, esa metamorfosis, es más acentuada aún en el caso de
cada traductor. El traductor es el lector máximo, el lector tan completo
que acaba escribiendo palabra por palabra el libro que lee. Él o ella
es quien detecta los errores y los descuidos que el autor no vio y los
editores no corrigieron. Él se ve forzado a medir el peso y el sentido
de cada palabra con mucho más escrúpulo que el novelista mismo. Willi
Zurbrüggen utilizó un término musical para hablar de su trabajo: lo que
más se parece a una traducción, sobre todo entre lenguas tan distintas
como el español y el alemán, es la transcripción de una pieza musical.
Escuchaba hablar a estas personas, tan distintas entre sí, tan
iguales en su devoción por el trabajo que hacen, y sentía gratitud y
algo de remordimiento: una palabra que yo elegí por azar o instinto, una
frase a la que dediqué tal vez unos minutos, les han podido causar
horas o días de desvelo. Aprender sobre los límites de lo que puede ser
traducido lo hace a uno más consciente de que también hay límites a lo
que las palabras mismas pueden decir.
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