Hace un año ya que no anda por aquí Tomás Segovia. Como lo extrañamos, lo vamos a invocar con sus propias palabras: una conferencia que presentó en mayo de 2008 con el título "El oficio del traductor", en la clausura del IV Congreso "El español, lengua de traducción" (de la serie de congresos Esletra del Instituto Cervantes). Tomada de:
http://cvc.cervantes.es/lengua/esletra/esletra_04.htm
“El oficio del
traductor”
Tomás Segovia
Traductor
Soy un traductor
literario, de humanidades, un traductor universitario. En estas
palabras de clausura voy a hablar desde ese punto de vista, no sin
antes decir que me ha gustado mucho lo que ha pasado en este congreso, porque
pocas veces he visto abordar la traducción principalmente desde el
punto de vista de la solidaridad, de la utilidad humana de la
traducción. Eso, además, implica pensar la traducción como una
práctica; y yo siempre he pensado que la traducción es un oficio,
ni siquiera una profesión, sino más bien un oficio; y no un
conocimiento, sino un saber. De eso voy a hablar, de la traducción
como un oficio.
***
A lo largo de los años,
he visto cómo se ha ido profesionalizando cada vez más la
traducción. En este congreso hemos visto abundantes ejemplos de
ello. Es inevitable que se profesionalice viendo las cifras que nos
han mencionado hace un momento con gráficas que crecen
vertiginosamente. Sin embargo, un traductor como yo no deja de sentir
cierta nostalgia de que el oficio se vuelva profesión, porque ya no
se trata de lo mismo: un oficio es algo de lo que no se puede hacer
disciplina académica, por un lado, y una cosa que escapa hasta donde
se puede al Estado, a las autoridades, al poder, por otro.
Todavía en Grecia la
medicina era un oficio; un médico era aquella persona que la gente
creía que era médico, que la gente pensaba que tenía ciertas
facultades especiales y acudían a él para curarse. Hoy en día, un
médico es un señor al que el Estado autoriza para curar; hoy en día
los médicos ya no podrían ser esas personas que la gente cree que
curan. Existen, pero se llaman curanderos, con toda clase de
farsantes, de engaños. ¿Qué es lo que se trata de controlar,
profesionalizando un oficio? La filosofía también era un oficio en
Grecia. Por supuesto que a nadie se le ocurriría decir que, vistos
con los criterios de hoy, Platón y Aristóteles eran charlatanes
—como ellos mismos decían de los sofistas—, pero también ellos
eran charlatanes porque no podían ostentar un título. Esos oficios
se van profesionalizando, pero incluso en el caso de la medicina, de
vez en cuando, tenemos nostalgia de cuando era un oficio; de vez en
cuando, añoramos al médico de cabecera, añoramos al médico
interesado. Incluso hay slogans en la profesión médica de que el
médico debe pensar en el paciente y no en la categoría de la
enfermedad, es decir, que debe tratar de rescatar una relación
directa con el paciente, una relación artesanal con el paciente.
Para un traductor como
yo, esa profesionalización acarrea algunas pérdidas. Es decir,
cuando no es el público el que decide quién es un buen traductor,
sino que es la Academia —o sea, el Estado, uno de los brazos del
Estado— quien decide quién es buen traductor, esto se controla
mejor, pero en el buen y en el mal sentido de la palabra.
Inmediatamente acarrea burocratización, peligro de politización y
grave peligro de manipulación, por supuesto. De modo que aquí ya
interviene el poder. Desde el momento en que se trata de una
profesión regulada, hay jerarquías, y se producen luchas por esas
jerarquías: luchas de poder.
***
Para hablar de la
traducción como un oficio, yo había pensado abordarlo mediante un
concepto que no ha aparecido en estas discusiones con su nombre, pero
sí ha aparecido. Cuando se ha hablado de solidaridad y de usos
sociales de la traducción, casi siempre se ha mencionado a la vez la
calidad y se ha hablado de que la calidad no está peleada con el
compromiso, entre otras cosas. Ahora bien, a la calidad se une un
concepto, que es el de corrección, y creo que no se ha hablado de
eso, aunque me parece que, para la traducción como oficio, se trata
de un concepto pertinente y que, además, nos puede introducir en
varios aspectos de la traducción, incluso en aspectos jurídicos
porque, cuando un traductor termina su traducción, con lo primero
que se va a topar es con un corrector.
Hasta hace poco, los
editores solían tener correctores, y solía suceder que el corrector
era un profesional mientras que el traductor era muchas veces un
artesano. El traductor ejercía un oficio, y luego venía el
corrector a ejercer una profesión. Es decir, muchas veces el
corrector era un empleado fijo de la editorial, mientras que el
traductor era un señor que a menudo hacía muchas otras cosas y, de
vez en cuando, traducía un libro porque era muy difícil vivir
solamente de traducir libros. Incluso los traductores que traducían
para instituciones, como la mayoría de los organizadores de este
congreso, tenían que pasar por un corrector. Además, acabamos de
oír que eso está en vías de convertirse no en una práctica sino
en una «normatividad», es decir, está a punto de burocratizarse.
Por tanto, lo primero con que uno se encuentra es con un corrector.
Ahora bien, ese corrector, ¿qué estatuto jurídico tiene? Si la
traducción es eso que llaman una «propiedad intelectual», concepto
contra el que yo he escrito varios artículos porque me parece que es
un derecho y que llamarlo propiedad no solo confunde muchísimo las
cosas sino que acarrea tremendos problemas de todo tipo —incluidos
problemas de viudas, ya que se han mencionado antes las cartas de
Octavio Paz; de propietarios intelectuales, en fin, de propietarios
heredados—, debido a la idea de que eso es una propiedad. En todo
caso, si le llaman propiedad —a mi modo de ver impropiamente—, si
le llaman propiedad, ¿cómo es que hay un corrector?
Al autor de un libro, no
solo según las leyes sino según las normas, un editor no se atreve
a corregirle sin pedirle permiso, no manda una novela de García Márquez a un corrector, por ejemplo. Y si acaso algún corrector
hace alguna corrección, le piden permiso al autor, pero a un
traductor le mete mano todo el mundo y eso no es ilegal. Yo creo que
sí. En México, por ejemplo, a mí me ha sucedido (yo he traducido
casi siempre para México, claro, muy poco para editoriales
españolas). Y me ha sucedido incluso que publiquen una traducción
mía sin avisarme, con mi nombre y el del corrector, como
traductores: «traducción de Tomás Segovia y fulano de tal», y eso
sin haberme dicho nada. Supongo que el corrector ha cambiado mi
texto, y a veces se producen cosas graves, como cambiar la
terminología, lo que me ha sucedido también con alguna traducción.
Eso muestra que ese
estatuto del traductor igualado con el del autor — bueno, un
escalón más abajo, pero en el sentido de tener derechos de autor
¿no?, propiedad intelectual—, en muchos países no se cumple. En
México casi nunca se cumple, a pesar de que México está en la
Unesco, y por lo tanto ha suscrito esas declaraciones que son de las
Naciones Unidas; pero no se cumplen, no se pagan regalías a los
traductores. Se paga «a tanto alzado», como dicen ellos, a tanto la
página y se acabó. Por ejemplo, esa traducción que tanto indignaba
a Octavio Paz, mi traducción de Lacan, lleva treinta y tantas
ediciones, y nunca me han pagado una sola regalía. Son problemas
legales de la traducción, problemas laborales, a los cuales se asoma
uno al pensar en el concepto de corrección. Aparte también existen
otros aspectos lingüísticos, de corrección.
¿Qué es la corrección?
¿Cómo corrige un corrector? A mí a veces me gusta llamarlo, a ese
empleado que tiene la editorial para revisar lo que yo he traducido,
me gusta llamarlo «corruptor de estilo», porque muchas veces es un
corruptor de estilo. Porque ¿qué es la corrección? Existe una
tendencia moderna, defendida por gente lúcida sobre estas
cuestiones, en el sentido de que no hay corrección; la lengua es un
fenómeno histórico, social, evoluciona, cambia. La corrección es
siempre un prejuicio, es purismo; a veces incluso se describe como un
autoritarismo con algún trasfondo político, de clases, de poder, de
dominio. Y en efecto, algo hay de eso.
No cabe duda de que
corregir es un acto más o menos autoritario que implica jerarquías
de autoridad y de hegemonía, pero a mi modo de ver la corrección
también es otra cosa; no se trata solo de un criterio académico, de
unas normas o reglas que unos cuantos señores deciden más o menos
arbitrariamente o más o menos autoritariamente. Yo diría que es al
revés: la corrección, como norma, es más bien antiacadémica, o
por lo menos no es necesariamente académica, más bien la academia
tiende a convertir las normas en reglas. No sé si se entiende el
matiz; es una noción más bien lingüística la que estoy usando, no
necesariamente ortodoxa. La noción de norma a mí me ha interesado
mucho, entre otras cosas, porque tengo un muy buen amigo que vosotros
conocéis muy bien, Luis Fernando Lara, que ha meditado mucho sobre
la norma.
Un teórico poco
conocido, que ya murió hace tiempo, el hispanista alemán Klaus
Heger, elaboró una cuestión sobre la norma que a mí me parece
convincente y es que la norma no implica una jerarquía de los
hablantes como seres sociales, independientemente de la lengua, sino
que la norma proviene de la lengua misma, o sea que proviene de los
hablantes pero como hablantes, no como ciudadanos. Dicho de otro
modo, lo que Heger propone es que el ejercicio de una lengua, la
práctica de una lengua tiene implícitamente unos ideales; ideales
no en el sentido de idealización, sino unos ideales en el sentido de
lo que la cursilería moderna llamaría «imaginario», un imaginario
de la lengua. Que en la práctica de la lengua existe un modelo
implícito, inconsciente, que puede hacerse consciente pero que no es
necesariamente consciente. Eso es lo que implica el simple latiguillo
archifrecuente en toda lengua hablada: «mejor dicho»; dices algo, y
dices «mejor dicho». Si hay una manera de «decir mejor» es que
hay un modelo de mejor y peor dicho, hay un mejor y peor dicho. Y eso
no porque lo decidan o no los académicos, sino porque el hablante
tiene un cartabón inconsciente de lo que está mejor dicho y de lo
que está peor dicho.
Si todo esto se
objetiva, se puede volver inmediatamente autoritario y se puede
volver purismo. Cuando yo hablaba de esto a unos señores a los que
llamábamos «alumnos de traducción» —como si se pudiera dar un
curso de traducción, que yo creo que no se puede, pero los he dado
porque no había más remedio que darlos—, lo que les decía era,
por ejemplo: si tú dices en una clase de anatomía, o de
traumatología: «Cuando a un señor se le parte la pata», es
incorrecto; pero si en un campo de fútbol dices «Me produjeron un
trauma en la epífisis del peroné», también es incorrecto, porque
la norma de un futbolista no es la misma que la norma de un profesor
de anatomía, y esa norma está incluida en la lengua, no es la que
dan los académicos. La mayoría de las veces uno puede percibir esa
norma, pero los académicos no la perciben. Es la norma que está
implícita en la lengua. Sí hay una corrección en la lengua; ahora
bien, se trata de una corrección en ese sentido de la palabra, no de
una regla dada por esa autoridad, sino en el de dilucidar lo que el
ideal de lengua propone.
En español en
particular, como lengua de traducción, es especialmente importante
o, al menos, especialmente interesante porque traducir al español es
traducir a veintiuna lenguas y es un problema que los traductores
literarios y humanísticos conocen muy bien, y los traductores
técnicos un poco menos, pero incluso entre los traductores técnicos
o traductores institucionales, aparece constantemente ese problema de
que el español sea veintiuna lenguas, por lo menos, sin contar la de
los chicanos y la de los restos de español que quedan en Filipinas.
Por ejemplo, traduciendo algún tratado internacional, en la ONU o en
la Unión Europea, si se tradujera «este artículo entrará en
vigor» o «estará en vigor hasta diciembre de 2008», un mexicano
va a entender que empezará en diciembre de 2008. No hay más remedio
que aceptar algunas normas, por lo que no hay más remedio que decir
que en el español real, a pesar de la diferencia de las veintiuna
lenguas, hay una norma implícita de español común, hay un ideal de
español común que permite —aunque los mexicanos, que en este caso
estarían en minoría, protesten— decir que lo correcto es que
«hasta» significa «término de un periodo que empieza en un
'desde' implícito», mientras que para un mexicano «hasta»
significa «comienzo de un periodo de tiempo». Cuando en México se
dice «llega hasta las tres» lo que se quiere decir es «no antes de
las tres». ¿Se puede corregir un texto mexicano que diga «llega
hasta las tres» cuando lo que se quiere decir en la norma general es
«no llega hasta las tres»? Yo diría que, una vez más, depende del
contexto práctico; si es un texto para uso de mexicanos, no, no se
puede corregir eso, pero si es un texto para uso de varios países de
lengua española, yo creo que sí se puede.
Todo esto está lleno de
problemas espinosos, porque existe esa corrección referida a una
norma general del español, y yo creo que la hay, una norma general
del español. Es español culto, por supuesto, pero el español culto
no es pecado. Cuando yo era estudiante, decías «español culto» y
todo el mundo torcía el gesto porque había que hablar «español
inculto», o sea, popular, democrático. Pero el español culto no es
un pecado. A Cervantes no le podemos regañar por escribir como
escribía; me parece que tenía cierto derecho a escribir mejor que
Quevedo, por ejemplo.
Sin embargo, no se trata
solamente de la cuestión del español culto, sino que dentro de lo
que podemos llamar español culto, de una norma general, también
aparecen esos problemas de corrección. Por ejemplo, todavía, en el
terreno de la traducción, sigue habiendo una hegemonía, por lo
menos, digámoslo entre comillas, «política», del español de
España. Todo el mundo dice de dientes para afuera que el español de
España lo habla menos del diez por ciento de los hablantes y que,
por tanto, la norma de la Península no puede ser la norma universal.
Sin embargo, lo sigue siendo. Es difícil, pero no imposible, que un
mexicano o un colombiano acepten una corrección de su norma
colombiana o mexicana. Pero es muy difícil que un español acepte
una corrección de su norma española. Por ejemplo, ahora hace un
rato, al desayunar quise tomar jugo de naranja y no había, pero,
además, se llamaba «zumo de naranja». Para el noventa y tantos por
ciento de los hispanohablantes, esto es un disparate. El zumo es lo
que rezuma, y las frutas que exprimimos no son frutas «zumosas»
sino frutas «jugosas». Sin embargo, es imposible que un español
corrija lo de zumo, ni siquiera por una norma española. Mi abuela,
no ya mi abuela sino mi padre, jamás hubiera dicho «zumo de
naranja». Eso es una innovación en el español peninsular. Son esas
modas pedantes que se imponen; algún pedante dice que zumo es más
elegante que jugo e inmediatamente corre como mancha de aceite. No
hay cursilería que no prospere en la norma lingüística. En México,
por ejemplo, para que vean que en todas partes cuecen habas o en
todas partes corren babas, una cursilería que se impuso como mancha
de aceite, es que a algún cultillo se le ocurrió decir: «No se
dice vaso de agua, los vasos no son de agua, son de vidrio»; y
entonces todo el mundo en México en los cafés pide «Por favor, un
vaso con agua». No tardó ni seis meses en imponerse, todo el mundo
a repetir eso: «un vaso con agua».
Estas cuestiones sobre
la corrección muestran ese carácter artesanal de la traducción,
que es también el carácter artesanal de la lengua misma. La lengua
misma es el terreno general de todas las significaciones y el sistema
al que pueden traducirse todas las significaciones. Por eso a mí me
parece que para un traductor la traducción obviamente es un oficio.
De todas formas, no digo yo que no haya que leer teoría de la
traducción y aprenderla, como también es conveniente si se es
escritor leer lo que dicen los académicos. Ahora bien, un escritor
no se va a reprimir por lo que le diga un académico, o no debería
hacerlo, pese a que algunos sí lo hagan —en realidad, no se
reprimen por lo que dicen los académicos sino más bien por lo que
dicen los teóricos, que son más teóricos todavía que los
académicos—. Los académicos, a su manera, también son artesanos;
los teóricos, no. Hay escritores que se reprimen por lo que dicen
los teóricos; allá ellos, pero es saludable que un escritor conozca
la teoría, le ayuda a tener ciertas miradas sobre el lenguaje, sin
duda alguna a tomar conciencia de muchas cosas, aunque, desde luego,
no tiene que aprender a escribir de la teoría; es al revés: la
teoría es la que tiene que tomar de la práctica su sabiduría. Un
traductor siempre está incómodo leyendo teoría de la traducción,
entre otras cosas porque casi siempre lee uno teorías traducidas, y
a menudo mal traducidas, porque generalmente los teóricos son muy
malos traductores.
Lo que sucede todo el
tiempo es que la teoría inevitablemente está tomando la traducción
en un sentido metafórico pero uno podría decir, jugando pero
jugando como juegan ellos, como juegan los teóricos,
«metafóricamente metafórico», y eso es peligrosísimo. Para un
teórico la traducción es algo mucho más general que lo que es para
nosotros, es decir, tomar un texto de una lengua y pasarlo a otra
lengua, o a veces, si incluimos dentro de la traducción la
interpretación simultánea, también esta —a mí siempre me ha
parecido extraño que se llame interpretación, porque interpretar,
también la traducción interpreta, y el texto interpreta más que lo
que llamamos interpretación, pero son tecnicismos de terminología
que ya nos los aclararán las normas—. La cuestión es que para un
teórico, eso que nosotros hacemos que es traducir, tomar un texto y
pasarlo a otra lengua, no es más que un caso, pero traducción es
otra cosa, algo más general. La lengua traduce ideas o conceptos o
estructuras o formas, o logos diseminado, en fin, algo traduce.
La lengua traduce algo,
dentro de la lengua el significante traduce el significado, y luego
en la acción también, un gesto traduce un sentimiento, o una
intención, o una política traduce una ideología. Pero traducir es
metafórico, en ese sentido, o al revés, pero da igual. También
Derrida nos ha tratado de explicar que es al revés, que lo que es
metafórico es llamar traducir a pasar de una lengua a otra porque en
realidad traducir lo que significa es transferir el poder o cosas de
esas. La cuestión es que lo están tomando en un sentido metafórico,
pero luego esa metáfora se usa metafóricamente, y entonces llega un
momento en que de esa metáfora, de la idea de que traducir es un
montón de cosas, no solo traducir interlingüísticamente o
intersemióticamente como dirían ellos, sino que de ahí empiezan a
deducir cosas sobre la traducción misma, sobre la traducción
práctica; entonces la ventaja es que un teórico, por ejemplo, Umberto Eco,
tiene que hablar de verdad de traducción, lo primero que dice es
«Bueno, yo he hecho teoría de la traducción pero ahora vamos a
hablar de práctica, olvidémoslo».
Sí, hay que olvidar, pero es
que hay que olvidar como hay que olvidar en la lengua, porque la
traducción yo creo que es, junto con la creación literaria, la
experiencia más radical de una lengua, y en cierto sentido más
radical aún que la creación, porque por el hecho de estar mirando
dos lenguas a la vez se tiene la doble visión que da tener dos ojos,
y hay una visión en profundidad que a veces el creador no tiene. A
veces un escritor tiene intuiciones de su lengua maravillosas, pero
otras veces le falta un poco de perspectiva porque la está viendo
con un solo ojo, en una sola lengua.
En mi carrera literaria
me ha asombrado hasta qué punto algunos amigos míos escritores no
veían el trasfondo de la lengua, no veían la lengua en profundidad;
no tenían esa conciencia, en ese sentido en que hablaba yo antes de
la norma de Heger. Yo a veces he pensado que si puede uno atreverse a
decir las cosas, es que hay una conciencia inconsciente, que es por
ejemplo una conciencia implícita, la de esa norma en el sentido
hegeriano, no hegeliano sino hegeriano, de norma lingüística que es
que cuando alguien le pregunta a otro en cualquier nivel lingüístico,
aunque sea entre analfabetos de barrio bajo, cuando le preguntas
«¿Qué quieres decir?» es que está implicando que hay mejores y
peores maneras de decir. Ahora, de eso que está implicando en cierto
modo es consciente, es consciente de que hay ciertos niveles de
lengua, que no podría pedir un mejor nivel si no tiene conciencia de
que hay un mejor nivel o mejores niveles. Pero de esa conciencia no
es consciente. O sea, si uno le pregunta «¿En qué estás pensando
cuando dices lo que quieres decir, cuando preguntas en qué estás
pensando?», no sabría contestar, pero de su comportamiento uno
podría deducir que está pensando en eso, está pensando en niveles
de decir mejor o peor. A eso le podríamos llamar, salvando la
paradoja, una conciencia inconsciente. Y eso pasa continuamente en la
lengua.
En la lengua, cuando uno
toma conciencia de esa conciencia inconsciente generalmente se
paraliza, suele uno paralizarse. Y si uno le va a decir a una persona
«Pásame el salero» y empieza a pensar «imperativo de segunda
persona, pronombre personal...», se acaba, no puede hablar. Para
hablar hay que pasar la gramática al segundo plano, a ese
inconsciente, ese consciente inconsciente. Y eso es lo que nos pasa
en la traducción con la teoría: cuando traducimos, hay que dejar la
teoría en el cajón porque si tenemos la teoría delante de los ojos
nos va a ocurrir como a los escritores que tienen la teoría delante
de los ojos, que pueden ganar premios incluso —son premios
académicos, todos—, pero son ilegibles; y creo que eso también
nos pasa a los traductores.
Más o menos de esto era
de lo que yo quería hablar aquí, un poco para remover en el plano
de la traducción como oficio, que me parece que es lo que ha estado
como en presupuesto en este congreso, es decir, que estábamos
pensando en la traducción como un oficio, me parece a mí.
Muchas gracias.