Elogio de la repetición
Por Pablo Ingberg
Las
repeticiones tienen una «mala prensa» a mi parecer bastante generalizada y
sobre todo muy inmerecida. Habrá repeticiones torpes, claro, pero también hay
repeticiones bellas, y la mejor literatura está sembrada de espléndidos
ejemplos. Los formalistas rusos, cuando buscaban definir su objeto de estudio,
lo que hacía literario a un texto, encontraron que la repetición era uno de los
recursos más definitorios de ese fenómeno. Edgar Allan Poe, en su célebre
ensayo Filosofía de la composición, donde describe el proceso a través
del cual afirma él haber compuesto su poema «El cuervo», da como punto de
partida la búsqueda de una repetición que enseguida lo hizo optar por una
palabra que funcionara a manera de estribillo. Numerosos recursos y figuras son
formas de repetición: rima, aliteración, anáfora, polisíndeton. Los poemas
homéricos, primera fuente de la literatura occidental, están plagados de
fórmulas repetidas, como el epíteto de Aquiles, «el de los pies ligeros» (según
la traducción de Segalá y Estalella). Y sin embargo, no es infrecuente
encontrarse con resistencia a mantener las repeticiones al traducir. Voy a dar
un solo ejemplo muy ilustrativo de esta cuestión que me ha tocado experimentar
de muy diversas maneras.
Varias veces
he trabajado en talleres de traducción con un relato de Virginia Woolf titulado
«La señora Dalloway en la calle Bond», del que se dispararía poco después su
novela La señora Dalloway. Clarissa Dalloway sale a comprar guantes (en
la novela pasarían a ser flores) en la calle Bond. A los pocos metros y
párrafos se cruza con un viejo amigo con el que mantiene un brevísimo diálogo
de seis alocuciones, todas y cada una de ellas indicadas mediante la forma
verbal said, «dijo»:
—¡Buenos
días! —dijo Hugh Whitbread levantándose el sombrero de manera más bien
extravagante junto a la tienda de porcelana, pues se conocían desde niños—.
¿Adónde vas?
—Me encanta
caminar por Londres —dijo la señora Dalloway—. ¡En realidad es mejor que
caminar por el campo!
—Nosotros
acabamos de llegar —dijo Hugh Whitbread—. Por desgracia para ver a los médicos.
—¿Milly?
—dijo la señora Dalloway, compasiva al instante.
—Decaída
—dijo Hugh Whitbread—. Esas cosas. ¿Dick bien?
—¡Magnífico!
—dijo Clarissa.
Pues bien,
la inmensísima mayoría de las personas enfrentadas a ese párrafo opta por
variar el verbo: dijo, respondió, comentó, preguntó, contestó, exclamó. No es
difícil. Ahora, lo primero que suelo plantearles, ¿vamos a pensar que Virginia
Woolf, una de las prosistas más extraordinarias de la lengua inglesa y una
mente brillante, que revisaba meticulosamente sus escritos, no se dio cuenta
ahí de lo que hacía, cometió una torpeza, y nosotros, que somos mucho más
avispados que ella, tenemos que corregirla? Y (sólo por fingir, porque no me
cabe duda de que fue una elección consciente de la autora) aunque fuera una
torpeza, la función del traductor es traducir, incluso lo que cree torpezas,
jamás corregir o «mejorar».
El peor
argumento en contra que me tocó padecer fue: pero eso está en el espíritu del
inglés y no en el del castellano. Bueno, si vamos a creer en espíritus… Por
supuesto, solicité ejemplos concretos en ambas lenguas, no volátil aire. Poco
después cayó incidentalmente en mis manos un ejemplo perfecto: alguien cercano
me comentó que acababa de leer el cuento «Fresco de mano» del argentino Juan
José Saer, y que la únicas formas verbales empleadas allí para las abundantes
alocuciones es «digo/dice». Parece que el espíritu de la repetición sopla
también en todas partes, aunque muchos no lo quieran ver.
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