viernes, 13 de abril de 2012

"La traducción" de Pablo De Santis


Siguiendo con las representaciones literarias de los traductores y con los esfuerzos de saludable piratería, van ahora unos fragmentos de la novela policial La traducción del argentino Pablo De Santis (Buenos Aires, Planeta, 2011 [1998]). La novela está narrada por Miguel De Blast, traductor de textos científicos invitado por su amigo y colega Julio Kuhn a un congreso sobre traducción en el remoto Puerto Esfinge (que calculo viene siendo el seudónimo de Puerto Pirámide, en la Patagonia argentina). La trama policial, desatada por la aparición de cadáveres de lobos marinos en la playa y por la muerte de uno de los ponentes apenas iniciado el congreso, se trenza desde el principio con los reacomodos afectivos de los personajes, que se conocen de tiempo atrás, y con reflexiones sobre la interpretación, las palabras, los signos, la traducción y los traductores.

La traducción
Pablo De Santis
(Buenos Aires, Planeta, 2011 [1998])

Primera parte: Hotel del Faro
[…]
Hacía mucho tiempo que no me cruzaba con ninguno de mis colegas. Estábamos dispersos, y de alguna manera ninguno de nosotros consideraba la traducción como un oficio definitivo, sino más bien como un desvío a partir de otras ocupaciones. Algunos habían querido ser escritores, y habían llegado a la traducción; otros enseñaban en la universidad, y habían llegado a la traducción. Sin darme cuenta, yo también había tomado ese desvío.

Mi trabajo no facilitaba, tampoco, la comunicación con mis colegas, porque pasaba por las editoriales sólo para retirar los originales. Me cruzaba con secretarias, con directores de colección, nunca con otros traductores. Recibíamos noticias unos de otros, pero eran noticias indirectas y en su mayor parte, de meses atrás. Cuatro años antes dos traductores que trabajaban juntos en una enciclopedia habían intentado reunirnos en una especie de colegio u organización gremial, pero no habían juntado más que a un puñado. Cuando esos pocos se reunieron, una noche, frente a un programa de discusión demasiado amplio, todos se pelearon con todos, y los traductores volvieron a dispersarse.”
(p. 16)

[…]
En el bar me senté a la mesa de dos traductores uruguayos. Al más viejo, Vázquez, lo había cruzado en alguna editorial; al otro, joven y vestido con una formalidad innecesaria, no lo conocía. Vázquez había traducido novelas policiales para las colecciones Rastros y Cobalto. El otro lo escuchaba con esa veneración que despiertan quienes saben resumir el pasado, siempre desprolijo, en un puñado de límpidas anécdotas.

–Le estaba contando al colega que una vez se me perdió el original de una novelita de gángsters, Una lagartija en la noche. La dejé olvidada en un banco del hipódromo. ¿Me creerían si les dijera que nunca iba a jugar, sino a mirar a los caballos? –El joven, Islas, sonrió.– Lo llamo al editor, me dice que no tiene otra copia, y que en dos días necesita la traducción. ¿Qué dibujo lleva la tapa?, pregunto. Un enmascarado le clava un puñal a una pelirroja. La empuñadura tiene forma de lagartija. ¿Dice la contratapa dónde transcurre la acción? En Nueva York. Pasé toda la noche traduciendo el original perdido. No estuvo mal la lagartija; tuvo tres ediciones.

Contó varias anécdotas más –trabajos para editoriales clandestinas, estafas en la compra de derechos de escritores extranjeros, erratas del traductor consideradas luego como genialidades del autor– pero yo, si bien asentía y sonreía de vez en cuando, no podía prestarle atención. Cuando uno está pendiente de una mujer, descuida el resto del mundo.

–¿Qué pasa, De Blast, que mirás preocupado? Venimos a descansar, no a sufrir.
–Dolor de cabeza –mentí.
–Es la neurosis del traductor. El noventa por ciento de los traductores sufrimos jaqueca se dirigió al otro. De Blast es traductor de ruso. Y de francés también, pero eso no es ningún mérito: hay traductores de francés a patadas.

–¿Y cómo se le ocurrió aprender ruso? –preguntó Islas.
Vázquez simuló hablarle en secreto.
–Cuando tenía quince años empezó a soñar con páginas de libros escritos en una lengua desconocida. Después descubrió que eran caracteres cirílicos y se puso a estudiar ruso. Pero no pudo saber qué decían, porque dejó de soñar.
Islas sonrió incómodo, sin saber si creer o no.
–De Blast es un traductor serio, vive encerrado en su casa, con la computadora encendida. No es como yo, que traduzco en bares, frente a un Gancia con ingredientes. Antes llevaba la máquina de escribir a un bar que había cerca de mi casa, en el centro, y me instalaba en una mesa por horas. El dueño se quejaba por el ruido, pero no se animaba a echarme, porque ya era una curiosidad local, una especie de número vivo. Un día me di cuenta de que la gente a mi alrededor actuaba de un modo extraño, como extras tratando de robar cámara. El dueño me confesó que les había dicho a sus clientes que yo era un novelista y que escribía todo lo que pasaba a mi alrededor. Y ellos se esforzaban por darme detalles, y por hablar con riqueza de vocabulario, como hablan los personajes de los malos escritores.”
(pp. 30-31)

[…] Kuhn abrió el congreso con un agradecimiento a los invitados, al hotel, a la fundación que lo financiaba. Hablaba como si el mundo entero estuviera pendiente del congreso, y mientras uno lo oía, lo creía.

Después me toco a mí. Había elegido como introducción a los problemas específicos de mi trabajo, uno de los primeros escritos de Kabliz, el artículo El eco de la traducción. Como muchos de sus escritos, había sido censurado en su época y sólo se había dado a conocer cuando se exhumaron sus archivos.

En la década del cincuenta Kabliz había recibido como paciente a una especialista en traducción simultánea. Su problema había comenzado cuando, en medio de una conferencia, había perdido completamente el hilo de lo que hablaba un diplomático francés. A partir de ese momento, cada vez que oía una palabra, no podía evitar traducirla. La mujer llamaba “el eco” a esa voz que le impedía pensar en un solo idioma. Aun en sueños, cada palabra iba acompañada de sus equivalentes. Pero a la vez el eco le daba varias posibilidades, no era uniforme, la obligaba a buscar, a decidir, en una nebulosa de sinónimos y paráfrasis. Para buscar una cura, Kabliz consultó a un ingeniero que preparaba en un laboratorio de la universidad de Moscú una máquina para traducir; una especie de primitiva computadora que funcionaba con válvulas y que sólo aceptaba mensajes literales, una versión modernizada de las máquinas que se habían usado durante la guerra para cifrar y descifrar mensajes secretos. El cerebro de mi paciente es una máquina de traducir descontrolada –le dijo–, ¿Cómo hacer para que deje de traducir? ¿Cómo detendría usted su máquina, sin desconectarla? El ingeniero pensó el problema durante una semana. Y luego lo llamó. Convencería a mi máquina de que hay un solo lenguaje verdadero, respondió. ¿Y cómo puedo hacer eso?, preguntó Kabliz. El ingeniero respondió: hay que viajar en el tiempo. Hay que volver al sujeto a la época en que las cosas y las palabras coincidían, cuando había un solo modo de decir todo, cuando aún no había sido demolida la torre de Babel. Kabliz creyó entender el consejo del ingeniero; utilizó drogas regresivas y sesiones de hipnosis para devolver a la mujer a la infancia. La traductora recuperó el momento de la palabra única y del lenguaje verdadero. El eco desapareció.

Todos los traductores sabíamos, en mayor o menor medida, qué era ese eco; todos temíamos que nuestra obsesión lo despertara y no poder hacerlo callar jamás.

Al terminar oí los aplausos entusiastas. No me engañaba: agradecían mi brevedad.”
(pp. 34-35)

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