lunes, 26 de diciembre de 2011

"Los Vetriccioli" de Fabio Morábito (segunda parte)

Va la segunda parte del cuento “Los Vetriccioli” del escritor y traductor Fabio Morábito (en La lenta furia, México, Vuelta, 1989; Tusquets, 2002; Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009).

Se perciben en este cuento ciertos ecos de lo que dijo Fabio Morábito en su entrevista para el libro De oficio, traductor. Panorama de la traducción literaria en México (de Marianela Santoveña, Lucrecia Orensanz, Miguel Ángel Leal y Juan Carlos Gordillo, publicado en México por Bonilla Artigas, 2010):

Los correctores de estilo me parecen muy próximos a la traducción. Es el mundo de la Copia, en mayúscula: todos son copistas en un sentido muy amplio. Un traductor es un copista, es decir, copia un original. Claro, ése es un trabajo que implica mucho más que la simple calca o reproducción de un texto original. Y un corrector de estilo en el fondo es lo mismo: está buscando el texto perfecto que está por debajo del texto que le han presentado. No es que quiera inventar otro, sino que es como si lo extrajera, como si ya estuviera ahí dormido y él lo tuviera que despertar, dando golpes aquí y aquí. El mundo de la corrección es infinito y la traducción pertenece a ese mundo” (Fabio Morábito en De oficio, traductor, p. 217).


Los Vetriccioli (segunda parte)
Fabio Morábito, en La lenta furia 
(Vuelta, 1989; Tusquets, 2002; Eterna Cadencia, 2009)

Ninguno de nosotros conocía toda la casa. Además de su tamaño y de sus cientos de recovecos, el hervor del trabajo nos la ocultaba. Quien emprendía un reconocimiento general se aburría al poco rato y ahí donde abandonaba su intento quedaba asignado a cualquier pupitre a media altura o al ras del suelo en que sus servicios fueran necesarios. Esas migraciones, aunque poco frecuentes, contribuían a uniformar el estilo poniendo en contacto los diferentes sectores de la casa, que con el tiempo habían adquirido peculiaridades propias. Los recovecos levantinos eran famosos por el abuso de la forma pasiva y el punto y coma; lo que llegaba ahí vivaracho y con buen ritmo salía circunspecto y solemne. Era la llamada cadencia levantina, buena para las memorias y el género epistolar, pero inservible para los episodios alegres y violentos. Gran parte de la función del tatarabuelo y de los otros ancianos que vivían en el sótano era orientar cada paso de los manuscritos hacia el sector de la casa más conveniente. Nada mejor que el ala oriental para los arrebatos líricos. En cambio, para la duda, la sospecha y el resquemor, los tapancos del sur. Bastaba el más leve cambio de tono en el autor (una digresión nostálgica, una frase velada de resentimiento), para que de inmediato el libro viajara a otro punto de la casa, aunque fuera por unas pocas líneas. Y en cada sector florecían las especialidades. Cierto tapanco había alcanzado la excelencia en las exclamaciones de repudio, otro en los balbuceos de ira. Los manuscritos pasaban diariamente por docenas de escritorios y eran sometidos a una vigilancia estilística morbosa. Y lo mismo que ningún Vetriccioli había recorrido toda la casa, sólo unos cuantos habían leído un manuscrito de cabo a rabo. Quiero decir que la vida de casi todos transcurría entre breves párrafos y frases truncas. Eso impedía emocionarse y perder el control sobre el texto, aguzando nuestra sensibilidad para el valor de cada palabra, aunque nos fue insensibilizando hacia el contenido y el encadenamiento de los hechos. A la larga, esto provocó que la octava generación perdiera completamente el gusto de discurrir a la hora de la cena. Los relatos de los más viejos les parecían un zumbido sin sentido, así que no tardaban en recostar la cabeza sobre la larga mesa para dormirse; cuando hablaban, lo hacían por sobresaltos, sin emoción, y enmudecían de golpe como si no hubieran abierto la boca. Eran los más altos y delgados de la familia, casi blancuzcos, casi filamentosos, y apenas se burlaban de los Guarnieri, apenas se reían; no usaban los diccionarios ni las gramáticas y cuando se topaban con un pasaje difícil, en lugar de pedir ayuda, encogían los pies y el estómago, respiraban hondo y hallaban como en una muda plegaria la palabra o el giro sintáctico que los sacaba del problema.

Cuando nos destronaron a todos, no se unieron, se amalgamaron, ya que tampoco se tenían confianza entre ellos. Hartos del ruido que hacíamos al trabajar, su ira reventó una mañana de invierno. Bajaron al sótano y lo primero que hicieron fue colgar a los viejos. Nos tomaron a todos de sorpresa porque la rutina de los escritorios nos había vuelto lentos; muchos no encontraron la puerta de la calle, otros no entendieron qué pasaba hasta que empezaron a patear colgados de una viga o de un tapanco: los pocos que logramos huir no volvimos a juntarnos y cada quien sobrevivió como pudo.

A partir de entonces los Guarnieri prosperaron como nunca. Añadieron un piso a su edificio de la calle de Turín y exigieron que se les diera crédito en los libros. Esa costumbre vulgar se ha extendido. Nosotros nunca hubiéramos aceptado ver nuestro nombre impreso; toda la dificultad y dignidad de nuestro trabajo consistía en convencernos íntimamente de que no existíamos, en descubrir que en realidad el autor sabía castellano, que secretamente se había expresado en castellano y quién sabe qué accidente de último momento lo había obligado a remojar su obra en otro idioma, cuya capa exterior nosotros quitábamos como las vendas de un herido. ¡Cómo ganaba ligereza y soltura cada una de las palabras devueltas a su molde original! Los Guarnieri luchaban para ver su nombre impreso en los libros y olvidaban que el secreto de nuestro oficio era la rehabilitación lenta y caritativa. Estábamos ahí para cerrar las llagas, devolver la salud y restituir las cosas a su sitio, nada más.

Ahora, cuando paso por Bolívar rasando el muro del jardín para detenerme todavía un par de minutos frente al caserón vacío y decrépito (ellos, como era de esperarse, ciegos y sordos como eran, no tardaron en aniquilarse entre sí después de aniquilar a todos, pero yo tuve siempre el cuidado de recoger la correspondencia del buzón que daba a la calle y despacharla del modo más conveniente para alejar cualquier sospecha o pregunta curiosa), los veo otra vez a todos: al bisabuelo Julio y a la tía Sampdoria y al tío Cornelio, a mis hermanos Pílade y Edgardo, a todos mis primos y mis tíos del abombamiento central maldiciendo y graznando y exprimiendo los ojos en busca del adjetivo justo y del giro más sobrio. Todos los sectores se consumían en la misma fiebre de perfección, y aunque el número de nosotros crecía año con año, nuestra casa, habilitando un rincón aquí y ensanchándose allá, nos reservaba siempre un pliegue oculto o un recodo virgen para un nuevo Vetriccioli. Por supuesto había que adecuarse a las nuevas presencias, hacerles sitio, adelgazar insensiblemente, pegar más el brazo al cuerpo al escribir, consultar poco los diccionarios para estorbar lo menos posible, ser más precisos y sobrios en la elección de las palabras, en suma sólo gravitar lo estricto necesario. De manera que cada nuevo Vetriccioli imponía a fuerza un sutil reacomodo, un cambio casi imperceptible de tono y de estilo, así como los viejos, al morir, se llevaban palabras y cadencias irrecuperables. Lo que era común a todos era el fervor, la entrega a la casa y la conciencia de que no se inventaba nada, de que se trabajaba sobre lo trabajado por otros y se corregía para ser corregidos, de que la originalidad no existía y ningún trazo personal era digno, por lo que había que borrarlo, y de que esa era la diferencia esencial entre nosotros y los Guarnieri, entre su gordura y nuestra agilidad, entre su edificio de varios pisos y nuestra vieja casa de Bolívar donde se perdía uno entre sus miles de recovecos.


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