Como regalo de Navidad y practicando un poco de saludable piratería con el fin último de dar a conocer una obra bellísima, va la primera mitad del cuento “Los Vetriccioli” del escritor y traductor mexicano Fabio Morábito. Este cuento forma parte de La lenta furia (Vuelta, 1989; Tusquets, 2002), un librito delicioso que todos deberían ir corriendo a buscar a su librería más cercana (en 2009 este libro lo reeditó la editorial argentina Eterna Cadencia, ver acá la ficha, una reseña biográfica y varios comentarios interesantes:
“Los Vetriccioli” cuenta la historia, o más bien describe la vida, de una familia de traductores y sus rivalidades con otra familia, la de los Guarnieri, su vívido contramodelo. La representación de los traductores en las obras literarias revela de manera metafórica y a veces también directa las distintas ideas que rodean nuestro oficio y a quienes lo ejercemos: ¿nos reconocemos en los Vetriccioli, en los Guarnieri...? Mañana la segunda parte del cuento.
Los Vetriccioli (primera parte)
Fabio Morábito, en La lenta furia
(Vuelta, 1989; Tusquets, 2002; Eterna Cadencia, 2009)
Nuestro número crecía año con año, es cierto, pero la vieja casa en las calles de Bolívar nos seguía alojando a todos sin incomodidades, o con un confort que era cada día más sutil y más íntimo. Llena de recovecos y de estrechos pasillos que de repente se ensanchaban sin motivo, parecía, más que una casa, el amalgama de muchas que hubieran terminado por darse de codazos para apoderarse del mismo lugar.
Cada rincón había sido provisto de un pupitre, que a veces no pasaba de una simple tabla para apoyar el atril y el tintero. Otros pupitres estaban colocados dentro de los viejos armarios de la familia, en los vanos de las ventanas y en tapancos construidos para aprovechar la buena altura de los techos y el leve abombamiento de un pasillo o de una estancia. No se desperdiciaba la menor concavidad ni entrante de los muros. Había también pupitres encajados en pequeños recodos en donde con trabajo hubiera cabido un niño, y en esos nichos, lo mismo que en las otras partes de la casa, se trabajaba de diez a doce horas diarias a la luz del día o de las lámparas. Los cuartos estaban en la planta de arriba, pero era frecuente que al final de la jornada muchos Vetriccioli se quedaran dormidos con la pluma en la mano sobre la tabla de sus minúsculos escritorios.
Cuando venía al mundo un Vetriccioli, los viejos, reunidos en el sótano, elegían el futuro lugar de trabajo del recién nacido: el ala oeste, los tapancos del sur (donde alguna vez hubo una cocina), los recovecos levantinos o el abombamiento central. Y cuando el pequeño cumplía tres años pasaba bajo la tutoría de un tío o de un primo mayor que lo familiarizaba con los atriles, los cajones, el vértigo de los tapancos y los diccionarios. A los seis años el pequeño Vetriccioli sabía sentarse derecho, usar el papel secante, sacar punta a los lápices, borrar con goma sin rasgar la hoja y poner en orden un escritorio. Se le enseñaba a llevar los manuscritos de un tapanco a otro y a llenar los tinteros de sus primos y tíos; al final del día mostraba con orgullo sus dedos manchados de tinta y cuando cumplía los siete años empezaba a traducir las primeras frases y los primeros párrafos, que además de ejercitarlo servían para saber qué lugar de la cadena familiar le vendría mejor en el futuro.
En efecto cada traducción nuestra pasaba de mano en mano hasta ser sopesada una infinidad de veces, las nuevas manos desmentían a las anteriores y eran desmentidas por otras, cuando no un tapanco por otro tapanco o un armario por otro armario o una ala de la casa por el ala opuesta. Eso causaba demoras en las entregas a las editoriales, pero al pasar por tantas correcciones y enmiendas, la obra, como un caldo, se impregnaba del aire y el estilo de toda la familia, ese aire que los entendidos reconocían al primer golpe y los hacía exclamar con admiración:
-- ¡Seguro que es un Vetriccioli!
Porque era de buen gusto citar nuestro nombre junto con el del autor, y se decía: “Acabo de comprar un Molière-Vetriccioli”, o: “Fulano me regaló el último Vetriccioli: las Noches florentinas de Heine”. O incluso: “Tengo en mi casa un Vetriccioli del '42”, sin ni siquiera mencionar la obra ni el autor.
Los Guarnieri, que vivían a tres cuadras de distancia, en la calle de Turín, querían hacernos la competencia, y su especialidad, que anunciaban en los periódicos (tenían el mal gusto de anunciarse en los periódicos), eran las lenguas muertas. Pero, ¿quién puede decretar la muerte de una lengua? Aunque ya no se hable o haya tenido una vigencia corta entre los hombres, un idioma no dejará de reaflorar aquí y allá, siempre adherido al subconsciente de la especie; por eso a menudo entre nosotros era algún párvulo que apenas empezaba a sostener la pluma encaramado en un tapanco remoto quien se remontaba por pura intuición hasta el origen de una palabra de un antiguo idioma caucásico o de un dialecto turquestano que hacía desesperar a los viejos de la familia. Para nosotros no había nada caduco, nada que rescatar del olvido, sino distintas capas en un continuo acomodo, así que la división que establecían los Guarnieri entre lenguas vivas y lenguas muertas nos parecía un subterfugio para encarecer sus precios. ¿Qué podía esperarse de una familia que trabajaba en un inmueble de oficinas de tres pisos, sin vivir juntos, seguramente compitiendo entre sí, seguramente sin ser todos Guarnieri?
Nosotros no salíamos de casa. Hasta para cruzar la calle hacen falta convicciones firmes y que yo sepa ningún Vetriccioli esgrimió nunca fuera de los asuntos relacionados con nuestro trabajo algo que se pareciera a una convicción o una verdad generales, ni reprobó una conducta ajena excepto el oportunismo de los Guarnieri. Las ideas con que nos topábamos en los manuscritos nos dejaban indiferentes; atendíamos a la coherencia de un razonamiento para traducirlo de manera correcta, no para cultivarlo o atesorarlo, como hacían los Guarnieri. ¡No era difícil imaginarse las conversaciones pedantes en la calle de Turín, llenas de disputas, de principios inderogables, de acaloramientos y de rostros ofendidos! Qué diferencia de nuestras charlas a la hora de la cena, llenas de ocurrencias y desvaríos, donde lo que importaba era oírnos conversar todos juntos y percibir las manías y las inclinaciones secretas de cada uno, el tintineo de las almas. Oh, nos sabíamos desde siempre meras correas de transmisión, y eso nos apasionaba. Vivíamos de perfil, responsables a medias y vivos a medias. Nos ayudaba el físico; los hombres y mujeres Vetriccioli fuimos siempre delgados, al revés de los Guarnieri, grasosos como su prosa. Ni el más flaco de ellos se hubiera movido a gusto en nuestra casa llena de pasillos y remetimientos.
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